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lunes, 10 de agosto de 2015

El niño de las orejas de elfo

Ilustración: Marta Santos
Una vez, en un reino muy lejano, nació un hermoso niño.

Era un bebé pequeñito y regordete, como todos los bebés, y por su cabecita caían ralos algunos mechones de cabello rubio. Todo parecía normal. Sin embargo, cuando fue creciendo, el horror de sus padres aumentó. ¡El niño tenía orejas de elfo! En aquel reino, los elfos eran consideradas criaturas muy extrañas, e incluso malignas.

Los padres recorrieron el reino de médico en médico, de curandero en curandero e incluso de chamán en chamán. Necesitaban una solución que empequeñeciese las puntas de las orejas de su hermoso hijo.
Este monstruito es un castigo del cielo —les decía un médico muy religioso—. Ustedes han pecado y Dios ha debido de castigarles con un niño demoníaco.
Oiga, que mi niño no es ningún demonio —respondía la madre.
Y nosotros no hemos pecado contra nada —añadía el padre.
La verdad es que aquel médico era un poco exagerado. Además, no aportaba ninguna solución.
Más tarde decidieron acudir a la consulta de otro médico, que les aconsejó una operación y atiborrar al niño de pastillas y drogas.
En estos casos hay que cortar por lo sano. Estas aberraciones de la naturaleza son un disgusto muy grande, les entiendo, pero no hay nada que un buen bisturí no pueda solucionar. Tranquilos, déjenlo en mis manos. Eso sí, tendrán que darle medicación post-anestesia, medicación antiinflamatoria, medicación desinfectante, medicación cicatrizante y pastillas protectoras de la pared estomacal para cuidarlo de los daños de la anterior medicación.
Este médico parecía tener una solución, pero daba demasiadas pastillas, y la decisión de cortar a su hijo como si de un jamón se tratase no les convencía. Además había llamado a las orejas de su hijo “aberración de la naturaleza”. Estaban de acuerdo en que las orejas le dirían mejor un poco más pequeñas, pero no consideraban a su hijo ninguna aberración por ello. Así que decidieron visitar a otra persona; esta vez un curandero.
Métanle un ajo por cada agujero de la oreja. Es mano de santo. Y antes de irse a dormir, récenle a la estampita de Santa Padera, al lado de una vela azul y blanca y bajo la luz de cada luna menguante.
No tuvieron nada que objetar. Parecía algo totalmente inofensivo y hasta llegaron a ponerlo en práctica, pero los llantos de su niño por el picor que los ajos le provocaban y la escasez de lunas menguantes hicieron mella en su ánimo y en su paciencia.
Vamos a visitar otro curandero. Alguien tendrá que darnos la solución.
Esta vez peregrinaron hasta la caseta de un curandero que vivía en el medio del monte, rodeado de gallinas. Les costó cuatro horas llegar hasta aquel inhóspito paraje, escalando piedras y recorriendo caminos encharcados por el barro. Sin embargo, ellos estaban dispuestos a todo por el bien de su hijo, y fueron capaces de soportar todas aquellas penalidades. Una vez llegaron hasta la vivienda del curandero, decidieron llamar a la puerta con los nudillos. El hombre los atendió enseguida. Parecía seco y desgarbado, pero sus ojos revelaban mirada de buena persona. Encima de la mesa de su cocina tenía multitud de frascos que contenían los más extraños y variados potingues.
¿Qué se les ofrece, señores? —preguntó, después de haberles hecho una señal con la mano para que se sentaran.
Venimos buscando una solución para nuestro hijo. Ha nacido con orejas de elfo.
El hombre se puso entonces de pie, y con la mandíbula desencajada y los ojos desorbitados, los echó a gritos de su casa:
¡Fuera! ¡Vade retro, Satanás! ¡Las orejas de elfo son malignas! ¡Esas criaturas son la viva reencarnación del infierno! ¡No quiero verles más! ¡Aléjense de mí!
Estaba claro que aquel hombre estaba lleno de miedo. Decidieron no molestarlo más, y dejarlo en paz con sus gallinas y sus frascos de la cocina.
Los padres entonces se derrumbaron. Habían visitado ya a varios médicos y curanderos, y todos decidían alejarse del niño o torturarlo con los más variopintos tratamientos fallidos. Pasaron tres meses sumidos en la más oscura depresión. Apenas salían de casa, y no lo habrían hecho para buscar a otro curandero sino fuera porque una hermana de la madre, la tía del niño, les aconsejó ir a visitar a una señora que vivía no muy lejos de allí.
Es muy buena curandera, en serio. Sé que habéis probado los más diversos tratamientos y que todos han fracasado, pero aun así me gustaría que hablarais con ella. ¿Qué podéis perder? Si finalmente logra reducir el tamaño de las orejas de vuestro hijo, entonces aún habréis ganado algo.
Los padres, no se sabe si alentados por el hecho de volver a ver los rayos del sol, o porque todavía les quedaban esperanzas de ver curado a su hijo, accedieron. Aquella tarde mismo se pusieron en marcha. La mujer vivía en la misma aldea que ellos, y no tuvieron que buscar mucho.
Cuando llamaron a la puerta, parecía que no había nadie. Los cordones de tender la ropa estaban vacíos, las persianas de la casa estaban bajadas y no se escuchaba vestigio de actividad alguna en el interior. Sin embargo, volvieron a insistir, y se decidieron a tocar el timbre una vez más.
Al cabo de un rato, les abrió la puerta una mujer de generosas facciones y bondadosa sonrisa. Llevaba un mandil atado a la cintura y el pelo muy corto.
¿Qué desean?
Hemos venido a curar a nuestro hijo. Tiene las orejas de elfo. Hemos mirado en un montón de sitios, pero nos han asegurado que usted podría tener la solución para ello.
La señora los miró de arriba abajo, como a dos extraterrestres, y se echó a reír alegremente:
No existe solución para las orejas de elfo. Además, ¿ustedes querrían quitarle al canario la garganta para cantar?
Los padres no comprendieron. Su cara de extrañeza motivó a la mujer a seguir hablando:
Muy pocos niños tienen la suerte hoy en día de nacer con orejas de elfo. Pero los que lo hacen, tienen la misteriosa y mágica habilidad de escuchar los murmullos de las hadas invisibles. Contemplen sino a su hijo las cálidas tardes primaverales, cuando lo lleven a pasear por la hierba. Cuando lo vean girar la cabeza, fijar su mirada en un punto vacío y reírse, pueden tener por seguro que estará escuchando a las hadas. Hoy quizás es muy pequeño, pero dentro de unos años podrá comunicarse con ellas hasta el punto de que podrán decirle cuándo es la mejor fecha para hacer las siembras, cuándo recoger los cereales, cuándo poner la ropa a clarear y cuándo tomar baños a la luz de la luna para reconfortar el espíritu. Felicidades, porque han tenido ustedes a una verdadera joya.
Los padres se quedaron anonadados, sin saber qué decir. Tantos meses pensando que su hijo realmente tenía una tara, para descubrir después que lo que realmente tenía era un regalo del cielo. Los dos dieron las gracias a la señora, y reemprendieron el camino de vuelta a su casa. A la tarde del día siguiente, decidieron llevar a su hijo a pasear por la naturaleza dentro de su carrito.

Al adentrarse entre los árboles parecía más feliz de lo habitual, y cuando decidieron hacer un alto en el camino para recuperar fuerzas, pudieron comprobar que su hijo miraba al vacío y sonreía.


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