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lunes, 14 de septiembre de 2015

El planeta de las flores

Foto: Marta Santos
Había una vez un planeta que no se encontraba muy lejos de nuestro Sistema Solar.

En realidad, estaba casi al lado, pero las continuas tormentas cósmicas que tenían lugar en ese lado del universo hacían que los telescopios terrestres no pudiesen siquiera intuir su existencia.

Aquel lugar estaba compuesto por flores. Toda la superficie exhalaba un sutil y delicioso aroma, especialmente al amanecer y al atardecer. Tanto era así, que aquel planeta solía ser visitado muy a menudo por seres con tecnología más avanzada que la nuestra. Buscaban un lugar exótico por el que poder pasear en familia, o simplemente un enorme jardín con especies aún por descubrir para poder llevar a cabo innovadores experimentos científicos.
Eneido era uno de estos últimos. Procedente de la galaxia de Andrómeda, era un aficionado a coger su nave y lanzarse a viajar en solitario por las más insondables regiones del espacio, en busca de especies que él no conociera para poder analizarlas, fotografiarlas o, en el caso de algunos vegetales, guardarlos en papel secante y llevárselos a casa.
Cuando Eneido descubrió por primera vez el planeta de las flores, su vida cambió. Se quedó tan enamorado de aquel lugar, que no pasaba una semana cósmica sin que le hubiera hecho al menos una visita. La cantidad y variedad de especies de flores que alfombraban aquel planeta le parecía la mayor obra divina, si es que en realidad existía un dios. Por eso paseaba durante horas por aquel paraíso. Después de estacionar su nave en modo levitación, para no chafar ninguna flor, comenzaba a caminar y no paraba hasta que los músculos de sus verdes y pequeñas piernas comenzaban a dolerle. Entonces se recostaba en aquella alfombra eternamente primaveral, y descansaba disfrutando de una paz y una calma tan profundas que muchas veces se quedaba dormido. Luego, al despertar, dedicaba unos últimos minutos a recoger ejemplares de aquellas flores que ese día le hubiesen resultado más llamativas o raras.
Cuando subía a la nave, llevaba todavía el olor a flores en la nariz y un libro lleno de flores en papel secante entre sus páginas.
El viaje hasta su propio planeta era corto, pues había descubierto un agujero de gusano que acortaba mucho el camino. Una vez se metía en él, era como atravesar un túnel o autopista interestelar que lo llevaba directo a su hogar.
Allí, en su planeta, lo primero que hacía después de guardar la nave en su hangar era visitar el laboratorio que se había construido anexo a su casa. Al principio tenía la intención de dedicarlo a investigaciones químicas y biológicas sobre los seres que iba encontrando, pero, poco a poco, fue transformándose en una especie de museo cósmico donde guardaba fotos de todos los animales que conocía en el universo. Eso, por una parte. Por la otra, en una gran habitación, recogía ejemplares de todas aquellas flores o plantas que le habían llamado la atención en sus visitas por el espacio. La mayoría eran pertenecientes al planeta de las flores, y para identificar con más facilidad aquellas que eran provenientes de ese lugar, les había puesto un pequeño lazo de color rosa al lado.
Su pequeño museo creció tanto, paulatinamente, que llegó a albergar más de 40.000 ejemplares diferentes. Era una verdadera lástima que se guardase aquella maravilla científica para él solo. Sin embargo, la enorme afluencia de gente que viajaba al planeta de las flores para pasar un rato agradable hacía que, en la mente colectiva, existiese la conciencia y el disfrute de ese maravilloso lugar. Por lo tanto, no parecía realmente necesario que alguien guardase, desecados, ejemplares del fantástico planeta de las flores.
Familias, parejas, grupos de amigos... Todos ellos llevaban sus manteles y comían sus bocadillos en un picnic al aire libre rodeados de estupendas plantas florecidas de los más diversos colores. También podían pasear, jugar, correr... o simplemente descansar envueltos en las más delicadas fragancias.
No obstante, todo en la vida es pasajero, y la moda de salir de visita al planeta de las flores fue decayendo en los planetas circundantes cuando se hizo un nuevo descubrimiento: el planeta de los árboles. En él podían colgarse hamacas, niños y mayores podían saltar de un árbol a otro agarrándose de las lianas, e incluso había gente que abrazaba a los árboles y se recargaba de energía.
La sombra que proporcionaban las enormes secuoyas era ideal para organizar los picnics, y las raíces grandes eran un estupendo respaldo para apoyarse al comer. Muchos niños, incluso, se sentaban a horcajadas sobre ellas y jugaban al caballito. Además, las hojas que caían en cada otoño de ese planeta (estación que sobrevenía cada 34 días, alternándose con la de verano) formaban una poética y romántica vista.
Por todo ello, poco a poco, la gente fue olvidándose del planeta de las flores y de sus maravillosas fragancias. Cuarenta años después de las visitas frecuentes que realizaba nuestro amigo Eneido para recoger ejemplares, absolutamente ningún ser de otro planeta acudía a visitarlo. Eneido, sentado en la mecedora de su casa, se sentía disgustado al ver que los demás habitantes de su planeta, Enubia, se habían olvidado de aquel paraíso floral.
Aquel disgusto hizo que se encerrara en sí mismo, y comenzó a dejar de ver a sus paisanos para pasar el tiempo paseando entre su increíble colección de plantas, flores y fotos de seres.
Eneido, cada vez más anciano, se fue marchitando. El tiempo no pasaba en balde, y llegó una semana en la que comenzó a intuir que su hora de partir había llegado. Embaló sus cosas, recogió su casa, limpió sus enseres y se preparó para recibir, tranquilamente sentado, la hora de su muerte.
Cuando Eneiro murió, nadie se dio cuenta al principio. Sin embargo, su vecina, que solía verlo salir a dar un pequeño paseo por su jardín a la hora de la atardecida, comenzó a echarlo en falta. Avisó a más vecinos, y entre todos se hicieron con la manera de entrar en su casa, para ver si le pasaba algo. Al encontrarlo muerto, rezaron una oración por él y se prepararon para organizarle un funeral y repartir los enseres de su casa, ya que no había dejado testamento ni herederos.
Así fue como un vecino, registrando su casa para el reparto, se dio cuenta de la existencia del laboratorio. Al entrar en él, una mueca de sorpresa enorme se dibujó en su cara. Ante él se revelaba un enorme museo botánico y biológico, con registros de decenas de miles de animales y plantas. Al observar cuidadosamente a estas últimas, pudo comprobar cómo algunas tenían un pequeño lazo rosa al lado. Quiso saber de qué se trataba, y comenzó a investigar entre los papeles que contenían las anotaciones que Eneido había ido haciendo según construía su museo. Así, fue cómo ese vecino recordó la existencia del planeta de las flores, de cómo décadas atrás todos los fines de semana iba con sus padres a pasar maravillosas tardes arropados por aquella variada y fascinante alfombra de flores.
Un huracán de emociones hizo temblar su mandíbula, y, cuando otro vecino que inventariaba la casa le preguntó qué le sucedía, no pudo menos que dejar fluir sus recuerdos junto con sus lágrimas, y juntos compartieron maravillosas experiencias de su infancia, pues el otro vecino también había sido un frecuente visitante de aquel maravilloso planeta junto con su familia.


Fue así como la existencia del planeta de las flores volvió a la mente colectiva de los habitantes de Enubia, corriendo de boca en boca como la pólvora. Muchos volvieron a dirigir sus naves hacia aquel lugar, y la mágica y maravillosa alfombra de flores que cubría aquel mundo volvió a estar habitada por siempre jamás.

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