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lunes, 18 de mayo de 2015

La ratita que era muy pequeñita, muy pequeñita

Foto: Marta Santos
Érase una vez una pequeña roedora que habitaba en una bola de queso, dentro de una despensa.

Era una despensa de un matrimonio mayor, en un pueblo. Su tamaño era enorrrrrme y tenía un montón de quesos, chorizos y otros productos que suele haber en los pueblos. Precisamente por su gran tamaño, era el escondite ideal para las ratoncillas pequeñas, como nuestra protagonista.

Allí, el matrimonio mayor tardaría años en darse cuenta de su existencia. El único problema era una gata que merodeaba por la casa de vez en cuando. No pertenecía a los dueños, pero ellos no se daban cuenta. Ni de que no era suya, ni de que estaba, ni de que dejaba de estar. Pero el hecho era que la gata se infiltraba frecuentemente en la casa, arramplando con las piezas de comida de la despensa y obligando a nuestra pequeña ratoncilla a esconderse dentro de la bola de queso y rezar para que a la felina no se le ocurriera ese día comer queso.

Esta gata es una petarda —decía la ratoncilla, una vez que la gata se iba fuera de la casa, a no se sabía dónde, para a los pocos días volver—. Voy a tener que inventarme una manera de ahuyentarla para que no me dé la tabarra. Ya estoy hasta las narices de tener que esconderme siempre que viene. ¡Que se esconda ella! ¡Esta es mi casa!
Bueno, la casa del matrimonio mayor, querrás decir —puntualizaba otra ratoncilla pequeñita que también habitaba por allí.
Sí, bueno. Pero me refiero en términos de animales.

La otra ratoncilla, entonces, asintió con la cabeza.

Estoy de acuerdo contigo. Yo también estoy harta de tener que correr como una loca cada vez que escucho sus maullidos cerca. Si se va, es porque conoce otros lugares. Pues que se quede en ellos —comentó la segunda ratoncilla, que se llamaba “Bigotitos”. Luego de un pequeño intervalo de tiempo, añadió —: Te ayudaré a alejar a ese dañino felino.
Y yo —intervino otra pequeña roedora, que se hallaba escondido tras una longaniza.
Y yo —se inmiscuyó una araña, bajando desde el techo en línea recta usando su hilo—. Estoy cansada ya de que esa gata se coma a toda mi familia.
Vaya, pues parece que al final voy a estar bastante acompañada en la tarea esta de echar a la gata fuera —sonrió la ratoncilla protagonista, a la que todo el mundo llamaba “Hociquillo”.
Y que lo digas. Yo también voy a colaborar con “Hociquillo”. Esa gata es realmente fastidiosa.

Todas se giraron hacia quien hablaba, atónitas. Era nada más y nada menos que otra gata. Mucho más pequeña que la que pretendían echar, eso sí, y con un cuerpo moteado con manchas grises sobre un pelaje blanco que le daba verdadera luminosidad.

¿Qué? ¿Por qué me miráis? Es lógico que yo también quiera echarla. Llevo abasteciéndome de esta despensa cuatro años consecutivos. Si no me conocéis es porque soy muy sigilosa, y evito molestaros. Pero esta congénere mía que aparece de repente es como un elefante en una cacharrería. Os asusta a todas, come esquilmando todos los recursos de esta despensa sin piedad y no le importa comeros si os encuentra. Mirad lo que ha pasado con la familia de araña. Me fastidia esforzarme en ser tan sigilosa para que luego venga la escandalosa esta y os perturbe a todas. Y, por si fuera poco, me deja sin comida. ¡Anda y que se largue!

Hociquillo” se rascó ligeramente la parte de su cara que le daba nombre, pensativa, y luego concluyó:

Bueno, está bien—concedió—. Si quieres espantar a esa gata, eres una de las nuestras. Además, quién mejor para espantar a una gata que otra gata. Ahora pensemos cómo podemos hacer.
Podríamos hacer una red gigante con bolsas, cuerdas y otros enseres, y que se quedase allí atrapada. Luego, cuando hubiese escarmentado, la echaríamos fuera —pensó la araña.
Bueno, podríamos intentarlo. Decidámoslo por votación.

La mayoría de las presentes votó a favor de la propuesta. Incluida la gata moteada.

Es un buen método disuasorio. Le meterá un susto que no se atreverá a volver por aquí. Pero, al mismo tiempo, no es un método violento.
Exacto. Además, yo tengo el ingrediente clave para rematar de asustarla. Para ello voy a tener que hablar con una amiga mía... Pero vosotras confiad en mí —reveló la gata moteada.

Las tres ratoncillas, la araña y la pequeña gata se pasaron cuatro días enteros buscando y empleando todos aquellos útiles y enseres que pudieran ser útiles para construir aquella red. Así, hilos de coser, tela de araña, gomas elásticas, cuerdas, bolsas... fueron agregándose día a día al esquema de una red que había diseñado previamente la araña. Las ratoncillas y la araña estaban muy nerviosas, pues querían saber de qué se trataba la sorpresa que estaba preparando la pequeña gata.

Todo a su tiempo, chicas, todo a su tiempo. Veréis cómo mi amiga estará lista a tiempo...
Pasaron los cuatro días, y la gata hizo su aparición. Como siempre, hizo su aparición desde el tejado, infiltrándose a la cocina por una rendija de ventilación cuya tapa andaba flojeando. De ahí, saltó como siempre a la despensa, ajena a la trampa que se cernía sobre ella. Al empujar ligeramente la puerta con el lomo, las tres ratoncillas dejaron caer la enorme red sobre la felina.

¡Ahora, ahora! ¡Ahora es el momento! —maulló la gata moteada, dirigiéndose a alguien que parecía estar esperando fuera.

De pronto, una enorme águila entró agitando sus enormes alas en la cocina, para lo que la gata moteada había desplazado la puerta del balcón justo después de que la gata grande se quedara atrapada en la red. El águila se quedó un momento mirando hacia la puerta entreabierta de la despensa. Luego, con su pico, agarró a la gata, que estaba totalmente enredada en la red, y la llevó a dar un enorme paseo por las alturas. Luego, al cabo de una media hora, la dejó en una pradera.

Cuando la gata se dio desasido de la red, ayudada aunque parezca mentira por el águila, echó a correr y se perdió entre la hierba por siempre jamás.


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