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lunes, 5 de octubre de 2015

El país de las palabras olvidadas

Foto: Marta Santos
Érase una vez un país donde habían olvidado las palabras. 

Allí nadie sabía cómo se decía el nombre de la luna. Cuando llegaba la noche, simplemente miraban hacia arriba, señalaban aquel globo blanco que brillaba suspendido en el aire y sonreían.

Los habitantes del país de las palabras olvidadas no necesitaban expresarse verbalmente para entenderse. Cuando se miraban a los ojos, se veían. Sabían a quién tenían enfrente, sabían de dónde venía, adónde iba y qué era lo que quería o necesitaba en aquellos momentos. Por eso muchos decían que los habitantes de aquel país estaban locos, y que eran unos incultos.

Lo más curioso de todo era que aquellos que los llamaban locos luego volvían a sus casas y las llenaban de palabras, pero no se entendían. Hablaban con el vecino, con la pareja, con los padres, con los hijos... Decían palabras, y los otros les respondían palabras. Intercambiaban palabras, las daban y las recibían constantemente, sin parar. Las palabras fluían como ríos desbocados que arrasaban todo a su paso, que se colaban con el viento por entre las rendijas. Las palabras lo llenaban todo. Todos las emitían, pero nadie las escuchaba realmente. Sólo oían lo que querían oír.

Por eso en el país de las palabras olvidadas, había gente que se sentía bien. Pero también había gente que se sentía mal. A veces, cómo se sentían no tenía que ver ni con la presencia ni con la ausencia de las palabras.
Lo cierto es que un día, el presidente del país de las palabras olvidadas decidió congregar a sus habitantes en una gran reunión, en la que se decidiría por mayoría si continuaban viviendo sin palabras o si empezaban a usarlas. Hubo muchos habitantes que se abstuvieron de intervenir, pues realmente les daba lo mismo, pero las disputas entre los que querían instaurar las palabras y los que preferían permanecer sin ellas fueron muy intensas.

El presidente de la nación, después de varias horas de negociaciones infructuosas, decidió que se haría lo que votara la estricta mayoría. Por un voto, ganaron los partidarios de introducir las palabras.
Aquel cambio fue brutal. De un día para otro, los silenciosos hogares y las silenciosas calles de aquel país comenzaron a llenarse de sonidos articulados, fonemas, sílabas... En definitiva: de palabras. El bullicio los primeros días fue ensordecedor. Al no estar acostumbrados, los habitantes del país de las palabras olvidadas las emitían al tuntún, sin ser conscientes de lo que aquellas significaban. Como no les tenían significados asignados, las escenas de confusión eran frecuentes. Seguían entendiéndose con la mirada y los gestos, pero además de ello, debían encargarse de no olvidar emitir palabras a cada instante. Así, las escenas más inverosímiles tuvieron lugar aquellos días:

Por favor, estámpame el jamón—le decía un niño a su madre, para indicar que le pasara la sal.

Recibe. Por cierto, ayer vas a tener que sabotear tu cuarto, que fue muy limpio—le respondía esta, con la intención de indicarle la urgente necesidad de que limpiara su habitación.

Las consecuencias de aquello fueron que todos los habitantes se acostumbraron a usar las palabras independientemente de su significado. Aunque para ninguno de ellos era imprescindible, pues sabían comunicarse sin ellas, el consejo presidencial de acostumbrarse a utilizarlas para lavar la imagen del país había calado muy hondo en ellos.

Pronto, los turistas de otros países comenzaron a llegar, avisados de que en el país de las palabras olvidadas habían vuelto a recordarlas y a utilizarlas. Muchos querían hablar con los habitantes de aquel país para preguntarles cómo se sentían, y para pedirles que les explicaran cómo era que una vez llegaron a ser capaces de comunicarse sin utilizar las palabras. En concreto, el periodista Rubén Mendoza fue uno de los primeros en llegar al país, acompañado de un micrófono y una grabadora.

Dispuesto a recoger los testimonios grabados de aquellos ciudadanos, Rubén Mendoza aterrizó una soleada tarde de agosto en el aeropuerto de la capital. Cansado por las muchas horas de viaje que había tenido que soportar para llegar hasta allí, en cuanto sus pies pisaron la tierra de nuevo lo primero que hizo fue dirigirse en silencio hacia el hotel. Equipado con un mapa y un GPS en su teléfono móvil, en aquellas primeras horas no necesitó entablar conversación con nadie. Se tomó dos horas para descansar en la confortable cama que le habían preparado en el hotel, y a continuación, completamente renovado y despejado, tomó la grabadora y salió a la calle.

El primer lugar en el que se detuvo a recoger opiniones de los ciudadanos del país de las palabras olvidadas, fue una cafetería a rebosar de gente que apareció ante él al doblar la esquina de la calle.

Buenas tardes, señor. Soy Rubén Mendoza, periodista del News Life Journal. Mi diario me ha enviado aquí porque nos ha llegado la noticia de que ustedes por fin han empezado a utilizar las palabras, y es por eso que desearía hacerle unas pequeñas preguntas. ¿Sería tan amable de responderlas? —le preguntó al camarero, que lo observaba con expresión curiosa desde la barra.

Por sin embargo. Claro que supuesto —respondió este. Rubén Mendoza, en ese momento, supo que sería algo complicado hablar con una persona que hacía poco que había comenzado a usar las palabras. Sin embargo, él estaba allí como periodista y su idea inicial al llegar a ese país había sido entrevistarse con la gente, así que siguió adelante.

Muchas gracias. Ahora, ¿podría decirme por favor cuál ha sido su reacción como ciudadano al enterarse de que tenía que empezar a usar las palabras?

Porque me salí en poco. Desde luego si a mi yerno encontré, cara la lluvia tenía.

Rubén Mendoza puso los ojos en blanco, mostrando a su pesar cierta impaciencia. “Este tío es tonto”, pensó. Luego, un cliente entró en el bar. El camarero lo miró. El cliente asintió con la cabeza. El camarero preparó un sándwich vegetal completo y se lo llevó en una bandeja a la mesa, acompañado de un refresco de té frío con limón. El cliente sonrió. Estaba satisfecho.

Rubén Mendoza contemplaba la escena con cierta incredulidad. Aquel hombre que no sabía hilar más de dos palabras con sentido, era capaz sin embargo de cumplir su cometido como camarero a la perfección y conocer las necesidades de sus clientes con solo una mirada. Decididamente, la gente en aquel país tenía algo especial.

El periodista apagó la grabadora, y salió a la calle. Se había propuesto vivir en carne propia cómo era la experiencia de comunicarse sin palabras, y no iba a volver de aquel país sin conseguirlo.


1 comentarios:

Anónimo dijo...

para reflexionar sin duda!! cuento con moraleja que también me ha hecho reír mucho con las disparatadas conversaciones de las personas que estaban aprendiendo a utilizar las palabras.
sigue deleitándonos con tus historias tan imaginativas y ocurrentes.

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