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lunes, 7 de diciembre de 2015

El aeropuerto internacional

Foto: Marta Santos
Todos pensamos que un aeropuerto internacional tiene que ser grande.

Su misión, como aeropuerto internacional, es acoger en su seno vuelos de todas las naciones, ciudadanos y viajeros de todos los puntos del planeta con destino a cualquier lugar, y por todo ello el espacio para acoger a los aviones y a los ciudadanos ha de ser grande.

Sin embargo, existía un aeropuerto internacional que cabía en un armario. Estaba en el campo, al lado de las raíces de un gran nogal de cincuenta años. Lo único que lo diferenciaba del resto de aeropuertos internacionales era que los viajeros no eran personas humanas. Eran piojos.

Muy poca gente se lo ha preguntado, pero los piojos no son sólo esos bichos molestos que saltan de cabeza en cabeza y que escapan a riadas cuando uno les echa una loción antipiojos. Los piojos, aparte de vivir en el pelo, construyen sociedades complejas.

Han evolucionado tanto, que cuentan con sus propios sistemas de transporte, como los apiojones, que son sus aviones particulares. Un apiojón del tamaño de un bote de pegamento en barra es capaz de transportas hasta quinientos pasajeros. Pero muy pocos humanos se dan cuenta verdaderamente de cuándo se trata de un apiojón, puesto que se camuflan muy bien tanto en forma, como en tamaño y color, con las hojas de los árboles. De hecho, el aeropuerto internacional de los piojos estaba al lado del nogal para aprovechar sus ramas como amplias pistas de aterrizaje.

Los piojos, en realidad, suelen alimentarse de los minerales presentes en la tierra y de las plantas. Sólo saltan a las cabezas humanas cuando pretenden utilizarlas como parques de atracciones. El pelo humano les sirve de tobogán, de lianas con las que pueden desplazarse brincando de un lugar a otro, de trampolines, e incluso de escondite cuando quieren jugar muchos, puesto que es como un intrincado bosque donde los piojos desaparecen enseguida al internarse entre los “árboles”.

Por eso saltan tanto de una cabeza a otra. En realidad, los piojos que saltan al pelo humano son los que más brincan, los más saltarines. La mayoría prefiere quedarse en sus ciudades, tranquilos, alimentándose de la tierra o de las plantas. Los que conocemos nosotros son los que más se hacen notar.

Hay pocas ciudades-piojo, pero las que hay, están bien abastecidas. Son diez en todo el mundo, cinco repartidas por cada hemisferio, y todas cuentan con su aeropuerto internacional.

El que nos incumbe está situado en España, al norte. Más concretamente, en Galicia. Allí hay uno de los aeropuertos internacionales de piojos mejor comunicados. Una vez me encontré con él, pero fue por accidente. Caminaba absorta en mis propios pensamientos, con un libro en la mano, cuando de repente me topé con un nogal.

Me di un golpe de narices contra el mismo, y digo golpe de narices porque realmente mi tabique nasal se quedó dolorido al topar con la corteza del tronco de ese árbol. El dolor hizo que me sentara un rato a descansar, sobre la más gruesa de sus raíces, hasta sentirme con fuerzas para reanudar la marcha. Como no tenía nada más que hacer, mientras el dolor se iba mitigando, observaba con ojos fijos el suelo.

No me di cuenta. Al menos, a primera vista. Pero al seguir observando, la maraña negra hormigueante se hizo más evidente ante mi vista. Un montón de puntos negros correteaba sin parar delante de mí, a un ritmo frenético.

Pero, ¿qué diantres es esto? ¡Me acabo de sentar delante de un hormiguero! ¡Qué horror! —exclamé, sin darme cuenta.
¡Oye, tú! ¡Un respeto! ¡Que somos piojos, y a mucha honra! —exclamó uno de los puntos negros. Me costó reconocer que era él, porque al principio tan sólo era capaz de distinguir una leve vocecilla aguda que provenía del suelo. Aguzando el oído fue como pude distinguir de dónde provenía aquella voz. O, más exactamente, de quién.
La hormigas a la larga son cansinas —comenzó a razonar el piojo—. Dicen que tienen una estructura social muy compleja, pero eso también lo tienen las abejas, y nosotros los piojos. Lo que pasa es que nosotros no nos hacemos notar, sólo aquellos que empiezan a saltar sobre vuestras cabelleras. Pero en realidad nuestra sociedad está muy organizada.

Francamente, no podía creer aquello que estaba oyendo. Pero, muerta de curiosidad, no pude menos que aprovechar el momento para trabar conversación con aquel pequeño parásito que comenzaba a darme una información muy reveladora.

¿De verdad tenéis una sociedad muy organizada? ¿Esto que tengo delante es una ciudad vuestra, entonces?
¡Claro! Podría enseñártela ligeramente. Mira, ven, agacha la cabeza —me ordenó el piojillo, a lo que obedecí casi inconscientemente.

Al agachar la cabeza, pude distinguir áreas muy diferenciadas en aquella “ciudad”.

Aquel montículo de tierra que está a tu derecha es en realidad un almacén alimenticio. Debajo guardamos pedacitos de plantas, ya preparados para el consumo piojil. Más adelante, en aquel charco, están los baños públicos. Cuando los rayos de sol inciden sobre él y calientan el agua lo utilizamos a modo de aguas termales. Si no, simplemente lo usamos como bañera comunitaria. Aquel bosque de tallos de hierba es la zona residencial. Entre los tallos construimos nuestras cabañas, que son muy finas y están adaptadas a la planta, puesto que al ampararnos en ella nos sirve como protección para el frío, el viento y la lluvia. Las raíces que rodean toda la ciudad son utilizadas a modo de murallas, y aquella explanada gigante que está como un poco apartada del resto, es lo que nos sirve como aeropuerto internacional.

Al llegar a ese punto, sí que se me hacía realmente difícil creer sus palabras.

¿Aeropuerto internacional, dices? —cuestioné—. ¿De verdad tenéis los piojos un aeropuerto internacional?

¡Claro! ¿Por qué lo dudas? ¿Acaso no ves todas esas hojas que no paran de salir volando? Pues en realidad son apiojones, el equivalente en piojo de los aviones humanos.

Me fijé en aquella zona que me indicaba mi amigo piojo. Al observar minuciosamente, pude comprobar que en efecto no paraban de salir volando hojas de aquella planicie sin hierba. Salían de una zona muy concreta, y riadas de piojos se dirigían en caminitos hacia unas hojas u otras.

Cuando volví a casa, me guardé todo aquello. No podía contarle a mi madre que había visto una ciudad de piojos con su propio aeropuerto internacional, puesto que no me creería y me tomaría por loca. Sin embargo, aquella noche tuve sueños muy agradables en los que me embarcaba en una hoja a volar por el mundo, acompañada de un montón de humanos del tamaño de un piojo.

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