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lunes, 20 de julio de 2015

La flor que hablaba

Foto: Marta Santos
Genaro y Victoria paseaban, cogidos de la mano, por la tarde cálida primaveral.

Los campos de trigo comenzaban a germinar con timidez, y los rayos de sol aprovechaban para colarse entre ellos y jugar un rato. Genaro se soltó de repente, impelido por su espíritu aventurero, y echó a correr:

¡Vamos, Victoria! ¿A que no me coges? —la alentó.
Victoria sonrió y salió corriendo también. Sortearon los campos de trigo, las praderas, los árboles... y, cuando Victoria estaba ya a punto de pillar al chico, éste se paró en seco, terminando los dos en el suelo revolcándose a carcajadas.
Pero, ¿qué te pasa, gusano traidor? ¿Por qué te paras así de repente? —le preguntó Victoria, casi ahogada por la risa.
Es un hada del bosque, que me ha llamado —le contestó Genaro, riéndose también—. Bueno, a decir verdad, he escuchado una voz por aquí...
Venga, hombre, deja ya de bromear. ¿Por qué te has parado en seco?
Que lo digo en serio, he escuchado una voz por aquí cerca... —el chico se agachó y pegó la oreja al suelo, en un intento de localizar el sonido—. Parece que viene de detrás de este árbol... Es una vocecilla muy débil, como apagada...
Genaro continuó rastreando por el suelo, a la búsqueda del origen del sonido. Buscó y buscó, hasta que dio con una pequeña flor. Era una margarita amarilla. Despacito, arrimó su oreja a sus pequeños pétalos, y se mantuvo en silencio un buen rato. Al cabo de un rato, se incorporó tan despacito como se agachó, y mirando fijamente a Victoria, exclamó sorprendido:
¡Las flores hablan!
Pues claro que hablamos, ¿qué te pensabas? Todo en la naturaleza habla. Otra cosa es que los humanos sepáis escuchar.
Esta vez, Victoria se unió a Genaro en una mueca de sorpresa. Ella también había oído la voz de la pequeña margarita. Ahora sonaba más alto.
Pero, ¿por qué no solemos oíros? —preguntó la chica.
Porque para ello se necesitan dos cosas —siguió hablando la voz—: la primera está en la propia naturaleza, y se llama Polen de la Verdad. Cuando éste roza el oído de un ser humano, la persona se vuelve capaz de escuchar a las flores, a los árboles y al viento. Y la otra se llama sexto sentido. Pero este último no muchos humanos lo tienen bien desarrollado, con lo que la mayoría de los que nos pueden escuchar es gracias a que, accidentalmente o a propósito, un granito de Polen de la Verdad se ha posado sobre su oreja. Que es, por cierto, lo que os ha ocurrido a vosotros.
¡Caray! —exclamó Victoria— ¿y es para siempre? Me refiero a que si ahora que tenemos un granito de polen de ese en la oreja, vamos a poder seguir escuchando a las flores toda la vida.
No, el efecto es pasajero. El viento os lo ha colocado en la oreja, y el viento os lo volverá a quitar, tarde o temprano. Y si giráis bruscamente, u os agacháis, o cambiáis de postura, la fuerza de la gravedad también os lo arrebatará.
Esta última voz sonó muy grave. No parecía la de la flor. Los chicos buscaron el origen, pero no pudieron determinarlo con exactitud. Hasta que, para ayudarles, la voz volvió a hablar:
Estoy un poco más arriba del suelo. Soy yo. Levantad un poco la cabeza.
En efecto, la voz provenía de un viejo nogal que estaba situado tres palmos por detrás de la flor. Si no fuera porque no tenía cara, los chicos jurarían que los estaba mirando desde hacía rato. Esa sensación recorrió sus nucas.
No os asustéis, sólo soy un viejo árbol. Ahora que un poco de Polen de la Verdad ha caído sobre vuestros oídos, y que la margarita amarilla ha logrado llamar vuestra atención, se me ocurrió que quizás era hora de romper la monotonía y hablar con unos humanos. El bosque, después de trescientos años, se vuelve muy aburrido, ¿sabéis?
¡Pero esto es maravilloso! —Genaro no podía ocultar su emoción—. ¡Estamos hablando con un nogal! ¡Hay tantas preguntas que tengo en mente que siempre le quise hacer a los árboles!
Pues pregunta, hijo, pregunta. Ahora es tu momento. Aprovecha antes de que el Polen de la Verdad se vaya tal como vino.
Pues... Pues... Por ejemplo, la primera es: ¿existen los gnomos y las hadas? Es que de pequeño veía una serie que se llamaba “David el gnomo”, en la que contaba la vida de los gnomos y en concreto la de David, que era muy bueno porque curaba a los animales, y tenía a su esposa Lisa, y vivían cientos de años y estaban en el bosque siempre y en vez de caballo utilizaba a su zorro... Dime, hermano nogal, ¿existen de verdad los gnomos? ¿Tú has visto alguno? Si es así, ¿cómo son? ¿Son iguales que los de la serie?
Por supuesto que existen, pero los humanos jamás los podréis ver. Ellos saben esconderse muy bien de vosotros. Nunca he visto esa serie, pero puedo asegurarte que son pequeñitos, como humanos, pero del tamaño de un dedo meñique vuestro. Tienen grandes gorros picudos, y viven debajo de algunos de nosotros. Presienten muy bien a los humanos, y huyen de ellos para que jamás puedan aplastarlos o hacerles daño. Se alimentan de hierbas, hortalizas que cultivan y también raíces u hojas de árboles. 
Pero... ¿por qué se esconden de nosotros? —preguntó, consternado, Genaro. Victoria le puso una mano en el hombro. Ella ya sabía la respuesta.
Sois unos salvajes con la naturaleza que os rodea. Contamináis, taláis, quemáis y destruís. Con vuestros propios animales domésticos sois muy crueles a veces, ¿y aún te preguntas por qué los gnomos huyen de vosotros?
Vaya, qué lástima... ¿y no habrá algún polen raro con el que los podamos ver?
Del árbol salieron lo que parecían unas carcajadas. Graves y cavernosas, resonaron por todo el prado.
Lo siento, amigo mío, pero no es tan fácil. Lo que sí te puedo decir es que, en algún lugar diferente a este, en algún otro plano, quizás puedas verlos algún día.
¿Y las hadas? ¿Qué hay de las hadas? ¿Existen también ellas? —intervino Victoria.
Sí, existen igualmente, pero su misión es diferente a la de los gnomos. Ellas hablan, escuchan, cantan, bailan... Pero lo hacen todo en el aire. Ellas viven volando. Van de una rama a otra, son como destellos que fulguran a veces en el aire. No necesitan esconderse porque son transparente, invisibles. No se las siente a no ser por la corriente de viento en la que se desplazan. Cuidan de las plantas, de nosotros, de las flores... Llevan gotas de rocío en sus alas. Son muy hermosas.
Pero si son transparentes, ¿cómo puedes decir que son hermosas? ¿Acaso los árboles podéis ver lo transparente? —inquirió Genaro, un poco molesto ante la perspectiva de quedarse sin ver a sus queridos seres mágicos.
Más de lo que crees, amigo, más de lo que crees... —respondió, enigmático, el nogal.
Creo que este árbol es un poco petulante —sentenció Genaro—. Vamos, Victoria, vamos a hablar con la margarita. Ella era más maja.
Genaro volvió la cabeza hacia atrás, y vio a su novia recostada sobre la hierba, con la cara apoyada sobre la mano derecha. Ya hacía tiempo que estaba dialogando con la margarita. Consternado, se sentó a escuchar, pero no oyó nada.
¿De qué habláis? Yo no oigo nada.
De las hadas, ¿no la escuchas? Me está diciendo que su mejor amiga es un hada. Que todas las mañanas viene a posarse sobre sus pétalos cuando salen los primeros rayos de sol. Que cuando la mañana deja gotas de rocío sobre sus hojas, ella salta y chapotea sobre ellas y luego se las bebe a sorbos. Es una historia preciosa...
Pues yo no la oigo. ¿Será que se me ha caído el granito del Polen de la Verdad?
Puede ser —confirmó Victoria. Porque ella ahora mismo está hablando.
Vaya... ¡no puede ser! ¡Yo quería preguntarle sobre lo que dicen que el viento habla con las plantes y las flores y los árboles!
Victoria se encogió de hombros.
Si quieres se lo pregunto yo. Margarita, ¿es cierto que el viento habla con vosotros?
Se hizo un silencio.
Caramba, pues yo tampoco puedo escucharla. ¿Se me habrá caído a mí también el granito de polen? ¡Margarita, margarita! ¡Por favor, contesta! —Victoria agachó aún más su cabeza, pero un gesto de decepción volvió a adueñarse de su cara—. Pues nada, parece que yo tampoco podré oírla...
Victoria se puso de pie, mientras Genaro le pasaba el brazo por los hombros.
La próxima vez será. Vendremos mañana, y pasado, y el día siguiente... Vendremos todos los días, y si no se nos vuelve a posar un grano de Polen de la Verdad en la oreja, entonces desarrollaremos nuestro sexto sentido. Pero los volveremos a oír hablar.
Victoria desplegó una sonrisa que volvió a despertar al sol.

Eso tenlo por seguro.


lunes, 13 de julio de 2015

En el país de los caracoles

Foto: Marta Santos
Nerea se despertó.

Se encontró tumbada encima de una roca curvada, con la espalda dolorida por la mala postura que acababa de coger. Se llevó las manos a las lumbares, con una mueca de fastidio. De pronto, la roca se movió. Si no fuera por un veloz sentido del equilibrio, nuestra protagonista ya se habría dado de bruces contra el suelo. Pero, ¿qué rábanos estaba sucediendo?

¡Estas niñas son cada vez más maleducadas! ¿Quién os enseña a dormiros encima de la gente? ¡Así no hay quien viva! ¡Bastante tengo yo con escapar de los caminos, para que no me chafe algún excursionista despistado!
Lo siento, Señor Caracol, no le había reconocido. Cuando me recosté encima suya a descansar, su dura concha me pareció una roca normal... Muy cómoda, eso sí.
¡Eso, eso! ¡Encima recochineo! Si es que ya no hay educación —el Señor Caracol parecía realmente indignado. Su verde cabeza, que no se distinguía en absoluto del cuello ni del resto de su cuerpo, se levantó ligeramente para poder contemplar mejor a nuestra amiga.
¿Y quién te ha traído hasta aquí?
Una nube —respondió, agachando la cabeza. Nerea se sentía ligeramente culpable por haber abusado de aquel cúmulo de algodón que se había ofrecido a transportarla hasta el país de los sueños, pero no le dio demasiadas vueltas. Al fin y al cabo, ya se sabe que las nubes pueden viajar kilómetros y kilómetros sin cansarse, porque quien las lleva es el viento.
Ah... Nunca había conocido a ninguna niña que supiese subirse a las nubes.
Pues yo sí.
Entiendo —concluyó el caracol. Despacito, comenzó a alejarse, dejando una estela plateada tras de sí, formada por su babilla.
Te estás babando —dijo la niña.
Muy graciosa —replicó el Señor Caracol—. Eso ya lo sé.
Oye, ¿estás enfadado conmigo? Siento haberme quedado dormida encima de ti, pero es que no veía ningún otro sitio donde tumbarme a descansar, y tú estabas tan lisito y tan curvo...
No es eso. O bueno, sí —murmuró el Señor Caracol mientras se alejaba, poquito a poquito, poquito a poquito—. Son todas las niñas y todos los niños y todos los humanos que venís al país de los caracoles. Nos usáis para repantigaros encima de nosotros, nos chafáis la casa, y los más crueles incluso nos quitáis una antena... Así no se puede vivir. Los humanos no sois bien.
Bueno, puede que seamos un poco torpes, y despistados, y vale, sí, algunos son muy crueles con vosotros... Pero la mayoría de las veces no os fastidiamos aposta.
El Señor Caracol siguió alejándose. Nerea no podía ver su cara, porque estaba detrás de él, y por tanto no podía saber si la estaba escuchando o no.
Señor Caracol, ¿por qué no nos perdona? ¡Señor Caracol!
Nerea dio dos pasitos hacia adelante para alcanzarlo, lo que no le fue muy difícil dado que los caracoles son lentos, y se puso a su altura. Entonces vio que el Señor Caracol estaba llorando.
¡Señor Caracol! ¿Qué le sucede?
¡Vosotros chafasteis a mi madre y le quitasteis una antena a mi padre! ¡Y a mi hermano lo dejasteis sin casa! ¡Malos, malos, malos, malos, malos!
El Señor Caracol lloraba y lloraba, y sus lágrimas formaban un sendero plateado que brillaba tanto como su babilla. El sendero se hizo cada vez más grande, alimentado por las lágrimas del Señor Caracol, y las lágrimas se elevaron al cielo, desapareciendo después de haber parpadeado frente a la luz del sol.
El Señor Caracol se quedó mirando al cielo vacío con los ojos fijos, sin decir nada.
Ma... mamá. Mamá, ahora que sé que estás bien... te quiero —susurró. Luego se dirigió hacia Nerea y, con los dos ojitos que florecían encima de la punta de sus antenas bien abiertos, la miró y le sonrió:
Gracias, niña humana. Gracias a que has venido, mi madre me ha hecho una visita para decirme que está bien.
¿En serio la has visto? ¡Qué bien! ¡Cuánto me alegro! ¿Y cómo se te ha aparecido? ¿Estaba en el cielo?
Sí —contestó el Señor Caracol—, la he visto montada encima de una nube, como tú —y dicho esto, le guiñó uno de sus dos pequeños ojos. Parecía un poco más contento— ¿Quieres venir a mi casa? Te invitaré unas galletas. ¡Tengo que contarles a mi padre y a mi hermano que la he visto!
Nerea y el Señor Caracol caminaron durante un buen rato, teniendo en cuenta que los caracoles se mueven muy despacito y Nerea rara vez daba algún pasito hacia adelante, mientras que su recién estrenado amigo, el Señor Caracol, no dejaba de arrastrarse lentamente ni por un instante. Pero por fin, llegaron juntos a una casa que tenía la forma de una concha de caracol gigante. El Señor Caracol empujó la fina puerta fabricada con hojas de árbol, y le hizo una señal con la cabeza a Nerea.
Pasa, por favor. No te quedes fuera.
La niña entró, y se quedó fascinada. Los muebles de la estancia principal y de la cocina estaban construidos con ramitas de madera perfectamente recortadas y unidas con hilos, y tanto la encimera como las mesas, el sofá y las sillas estaban recubiertos con grandes hojas de lechuga.
Caraluis, ¡qué pronto has vuelto hoy! ¿Y eso? —otro Señor Caracol asomó su cabeza por entre las orejas del sofá. Nerea observó que le faltaba la concha.
¡Carajavier! ¡Hoy he visto a mamá!
Nerea dedujo que Carajavier debía de ser el hermano de Caraluis, el Señor Caracol que ella había conocido aquella tarde.
¿A madre? —el hermano del Señor Caracol original se levantó del sofá, tan rápido y veloz como fue capaz—. ¿Acaso es eso posible?
Sí, hoy he conocido a esta niña y he discutido con ella... ¡Pero después de haber llorado, mis lágrimas se deshicieron en el cielo y justo encima pude ver el rostro de madre, que me sonreía!
Caramba, tu amiga te ha dado buena suerte...
El hermano del Señor Caracol no pudo terminar la frase, porque enseguida apareció en la estancia otro Señor Caracol, más grande que los dos anteriores. A éste último le faltaba una antena.
¿De qué habláis, hijos? ¡Anda, si hoy tenemos una invitada! ¿Quieres un té con galletas?
¡Papá, Caraluis dice que ha visto a mamá hoy! —Carajavier no cabía en sí de emoción. Pero su padre, que había agarrado una taza, la soltó de repente.
Caraluna... No puede ser...
¿Por qué, papá? —quiso saber Caraluis.
Porque yo también he visto a Caraluna hoy, frente a mí. Me sonreía. Pero pensé que eran mi imaginación y mis ganas de verla... —esta vez, las lágrimas fluyeron en torrente desde los dos ojillos del Señor Caracol Padre. Al hacerlo, una antena fue creciendo lentamente en el lugar donde sólo le quedaba la marca de la anterior. Carajavier también se sorprendió, porque en su espalda comenzó a regenerarse una concha que pronto se convertiría en su nueva casa.
Caraluis no cabía en sí de asombro. Sólo pudo girarse hacia Nerea, y darle las gracias.
Creo que los humanos sí sois bien. Hoy, gracias a tu aparición he visto a mi madre, mi padre ha vuelto a tener antena, y mi hermano su concha. Gracias.
Carajavier sonrió.
Vas a tener que venir más a menudo al país de los caracoles a visitarnos, niña.


lunes, 6 de julio de 2015

La ciudad de cristal

Foto: Marta Santos
Los largos pasillos se extendían por todas partes.

Noel estaba absolutamente desorientado. Tenía un mapa en la mano, que le había dado uno de los guardianes de la puerta principal, pero aquel trozo de papel lleno de líneas de colores lo aturdía aún más. Probó a caminar sin rumbo, eligiendo para ello el pasillo central. No había aceras en aquella ciudad; la ausencia de coches no sólo permitía a los viandantes ocupar toda la calle, sino que además el aire que se respiraba era perfumado y limpio como el de un campo al amanecer.

El cristal pulido que conformaba las vías, las fachadas de los edificios, las farolas, las papeleras y todo en general, dotaba a aquella ciudad de un color azul pálido que reflejaba los rayos del sol por momentos.
No había que olvidarse de que aquella ciudad levitaba suspendida por los aires, flotando sobre las nubes, y que sólo las corrientes de aire caliente que propulsaban los motores hidrosónicos de sus cimientos eran las que mantenían todo aquel universo en pie. De vez en cuando, alguna nave ultraligera volaba por encima de los enormes edificios acristalados de la ciudad, recordándole a Noel que, además de los tubos públicos de teletransporte, también había personas con nivel adquisitivo suficiente como para hacerse con un método de transporte privado.
Después de recorrer las dos primeras calles de aquella mole acristalada, Noel decidió tirar el mapa a una papelera de reciclaje de cartón. Ya no le valía, puesto que sólo tenía ocho horas para visitar todo aquel complejo antes del toque de queda. Decidió, por tanto, entrar en una tienda. Anunciaba souvenirs, y el escaparate parecía estar repleto por encima de sus posibilidades. Había figuritas de cristal, de porcelana, postales, minitelevisiones que proyectaban visitas a través de la ciudad en versión holográfica, e incluso minirobots con la misma apariencia de sus ciudadanos que recitaban las bondades de la misma, y de vez en cuando, se ponían a cantar.
Fue uno de estos robots, pero a tamaño natural, lo que lo sorprendió al entrar en la tienda. Cantaba una fácil y pegadiza letrilla de recibimiento, a la vez que movía los brazos de arriba abajo. Sus ojos eran blancos, al igual que su piel y el mono que vestía. Su pelo rubio platino, largo y lacio, le caía sobre los hombros. Era tan inquietante como los habitantes de aquel fantástico lugar.
Hombre, ¡un humano de abajo! ¿Qué tal, compadre? ¿Qué opina de la gente de aquí arriba? —lo saludó jovialmente el tendero. Su apariencia era casi idéntica que la del robot. Noel casi podría aventurarse a decir que realmente lo encargaron para él.
Bueno, un poco diferente de vosotros. Ya sabéis que desde la guerra del Cielo y la Tierra, no muchos de mis congéneres se animan a subir hasta aquí arriba.
Normal, normal, les hemos dado caña a esos estúpidos con nuestras campañas informativas. No ha sido necesario ningún derramamiento de sangre, pero la victoria táctica en la guerra de la información ha sido de lejos para nosotros. Somos mucho más inteligentes —comenzó a disertar el tendero. Conforme hablaba, a Noel le iba cayendo menos simpático cada vez. Su falta de delicadeza para los más desfavorecidos que habitaban sobre la superficie de la Tierra no le parecía una cualidad atrayente.
Nosotros aguantamos el rigor del sol cuando quema en los mediodías de verano, y nos helamos cuando las noches invernales cubren el atardecer. La vida en la superficie de la Tierra es mucho más difícil que en estas ciudades aclimatadas del Cielo, donde la temperatura siempre es la misma y complejas máquinas regulan las corrientes de aire. Este hombre debería tener un poco más de respeto al hablar de nosotros —pensó para sí.
¡Chico! ¡Chico! ¿Te pasa algo? Te noto muy callado y muy serio. ¿Tienes hambre? Claro, ahí abajo no contáis con nuestro avanzado sistema de buffetes móviles por la calle, y es difícil que los entiendas. Si quieres te enseño cómo funcionan. Quizás te apetezca un bocadillo hipernutritivo, o un batido hipocalórico supravitaminado. Ya verás cómo enseguida te sientes mejor que en ese nido de poblados tribales donde vives.
No, gracias. No es eso. Es que me apetece miccionar, y creo que voy a tener que dirigirme a uno de vuestros baños públicos flotantes. Pero no se preocupe; sé cómo utilizarlo. Hasta luego, gracias —el joven agarró el pomo de la puerta y la cerró despacito tras de sí. Luego exhaló un suspiro, y se alejó andando de aquel lugar. No tenía gana alguna de orinar.
Continuó paseando por las calles, contemplando cómo la gente iba y venía; algunos se detenían en los escaparates, otros jugaban en los parques con sus hijos, y algunos ancianos dormitaban en los bancos públicos. La gente de aquel lugar no era muy diferente en sus costumbres de los que habitaban las ciudades de la superficie de la Tierra. Lo único que los diferenciaba eran sus largas melenas, y la claridad de su tez y sus vestiduras.
Noel se sentó también en un banco, al lado de un anciano que cabeceaba a causa del sueño. Observó sus manos, caídas sobre las rodillas, y el suelo pulcro que se extendía a su alrededor. Si estuvieran en la superficie de la Tierra, un reguero de pipas salpicaría el suelo, y una nube de palomas devorarían ávidas mendrugos de pan arrojados por las manos del anciano. Noel suspiró. No había visto más que dos calles de aquella ciudad, pero no le apetecía seguir andando. Se le antojaba toda igual, toda simétrica, limpia y acristalada. Las tiendas no ofrecían más que aparatos electrónicos ininteligibles, y los monumentos y los parques se sucedían siempre con la misma frecuencia y las mismas formas. Visto uno, vistos todos.
Noel se dejó llevar. El sopor del anciano se le contagió, y pronto se encontró con los párpados entrecerrados y la cabeza caída de medio lado. No supo cuánto tiempo pasó. Debieron de ser horas, porque lo próximo que oyó fue el estruendo de una sirena, que lo hizo saltar del banco e incorporarse de un golpe.
¡El toque de queda! ¡El toque de queda! ¡Todos a cubierto! —gritaban los policías, esforzándose porque todo el mundo entrase dentro de sus acristaladas y herméticas viviendas.
Noel sabía que ya era hora de irse. Cogió su mochila y desplegó el mini globo aerostático que contenía. Lo desplegó y se lanzó rápidamente por uno de los bordes de la ciudad, saltando la valla y precipitándose al vacío. Mientras bajaba, pudo escuchar los zumbidos de las naves que sobrevolaban la ciudad, lanzándole rayos paralizantes y destructores. Él sabía que ningún habitante de la ciudad perecería en aquel ataque, pues los habitantes de las ciudades del Cielo tenían una medicina y una tecnología que superaban por años luz la de los habitantes de la superficie de la Tierra. Sin embargo, no pudo evitar pensar lo curioso que era que aquellos seres tan supuestamente avanzados, los que habían doblegado y mantenido a raya a los habitantes de la superficie, también tuviesen sus propios enemigos.

Allí, Noel comprendió que siempre hay un enemigo superior.