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lunes, 21 de diciembre de 2015

Nieblas y polvo

Ilustración: Marta Santos
Pasó mucho tiempo sin ser reconocido por nadie. Era un extraño mirándose frente a un espejo vacío, absorbido por la inmensidad de las paredes de piedra que lo enclaustraban. Llegó a convertirse en la nada. Una transparencia absurda fue su bandera ondeante. Se dejó hundir en la corriente del tiempo, naufragando entre minutos y días, definiendo con cada suspiro su incapacidad para la resistencia y alejándose cada vez más del último punto en el que hacía pie. Llovió encima de su rostro y apenas se distinguieron sus lágrimas.

Cuando se volvió a mirar al espejo, en su imagen borrosa y gris no distinguió rasgo alguno. Ya no sabía siquiera si era hombre o mujer, o si lo había sido alguna vez. Abrió entonces la boca y sólo un gruñido seco e impersonal emergió de su garganta. Un murmullo atenuado. Polvo auditivo desvaneciéndose encima de aquel cadáver que se movía. Comprobó con desesperación que ya no había vuelta atrás. Salió de aquella habitación y atravesó la puerta de su casa. Se agachó entonces para recoger un palito del jardín, con el que escribió:

“Dejé de amar a la vida y ella también ha dejado de amarme”.

Era un trago amargo tener que marcharse, pero no más que otros por los que había pasado antes. Como silueta que era, avanzó imperturbable entre el manto de niebla que arropaba aquel lugar, y se desvaneció paulatinamente convirtiéndose en una mancha negra menguante. Justo antes de volver a la fuente de toda existencia, comprendió que en la vida lo único que se gana o se pierde es el tiempo, y se prometió a sí mismo no volver a dejarlo correr. 

lunes, 14 de diciembre de 2015

El mundo que nunca existió

Foto: Marta Santos
A veces, Rocío desaparecía de su habitación.

Lo hacía desde que tenía tres años. Al principio, sus padres se asustaban mucho, pues no sabían dónde estaba. Pensaban que alguien la había secuestrado, o que se había escapado de casa, o algo similar. Rebuscaban por toda la casa, llamaban a la policía, a los vecinos, a los bomberos... Montaban toda una revolución, pero no les servía de nada. La niña no aparecía por ningún lado. Sin embargo, al pasar cinco horas, cuando ya todas las batidas de búsqueda habían rastreado el pueblo y los padres volvían a su casa para rezar y descansar un poco sobre el sofá, la niña aparecía en su habitación. Al principio no sabían de dónde venía, pues simplemente arrimaba la puerta del salón donde estaban sus padres y decía, con voz tímida:


—Hola.
Los padres volvían sus cabezas hacia atrás, hacia donde estaba la puerta, y no se creían lo que veían. Rocío, tras buscarla por toda la casa y por todo el pueblo, aparecía ahora inocentemente en su salón, abriendo la puerta como si no pasara nada.
—¿Dónde estabas, hija? —preguntaba su madre.
—Estábamos muy preocupados por ti —añadía su padre.
—Estaba en mi habitación.
—Allí ya te hemos buscado un montón de veces, y no aparecías.
—En la de aquí no, en la otra. La que tiene las paredes de cristal—proseguía la niña, con toda la naturalidad del mundo y un dedo metido en la boca.
Los padres volvían a mirarse mutuamente, sin entender nada.
—No sé qué dice de una habitación con paredes de cristal... ¡Pero si aquí en casa no tenemos ninguna! ¿Y qué otra casa va a conocer ella? ¡Si todavía tiene tres años, y nunca la hemos llevado a dormir fuera! —susurra la madre.
—No sé... Será su imaginación. Ya sabes, los niños a su edad... Lo mejor será que le quitemos importancia —trataba de razonar el padre—. Rocío, hija, de estar tanto tiempo en la habitación de cristal sin comer tendrás hambre, ¿quieres cenar?
—El Hada Madre me ha dado de merendar un montón de sándwiches de nocilla. Pero bueno, vale.
El padre giró el dedo en su sien, indicando que pensaba que su hija se había vuelto loca.
—Esta niña pierde aceite —dijo la madre por lo bajo, mientras salía del salón para preparar la cena.
Con el tiempo, los padres se fueron acostumbrando a aquellas desapariciones repentinas de su hija. No solían durar más de tres o cuatro horas, y al final siempre acababa apareciendo. Probaron a cerrar la puerta de su habitación con un candado, y a ponerle barrotes en la ventana, pero ella desaparecía igual.
—Se meterá debajo de la cama —decía el padre.
—Sí, seguro que es eso... O sino en el armario, o en algún sitio por ahí. Lo único que quiere esta niña es darnos un disgusto. Pero bah, dejémosla. No hace daño a nadie, y mientras no salga de su habitación... no hay nada que temer —contestaba la madre.
Pero Rocío seguía desapareciendo. A los tres años, a los diez, a los quince, e incluso a los veinte. Cada vez espaciaba más sus desapariciones, eso sí. Antes de los siete años, desaparecía prácticamente todos los días. Cuando cumplió diez, acostumbraba a desaparecer cada dos o tres. Luego, a los quince, lo hacía una vez a la semana. Y, cuando llegó a los dieciocho y a los veinte, una o dos veces al mes. Sin embargo, siempre mantuvo la incógnita de adónde iba.
Se acostumbró a callarlo, porque sabía que nadie la iba a creer. Lo fue aprendiendo desde aquella tarde en que apareció en el salón de repente, después de la partida de búsqueda. Cuando les habló del Hada Madre a sus padres, vio las caras que pusieron. Creían que estaba mal. Luego fue cuando la encerraron en su propia habitación, enseñándole que estaba más mal todavía. Por eso hacía tantas visitas al mundo de la habitación de cristal.
Allí, la gente era transparente, y a veces brillaban con luz, si es que les apetecía. Sonaba música a todas horas; en las casas, en las calles, en las tiendas... Vendían alas para volar, incluso. Rocío se había comprado tres, porque no era necesario pagarlas con dinero. Bastaba con tener alguna buena idea que ayudase a los demás. El tiempo climatológico no les preocupaba, pues siempre solía hacer calor. Y, cuando llovía, lo celebraban, porque sabían que era bueno para la tierra y que limpiaba el ambiente. A veces la gente solía sonreírte por la calle, pero lo hacían de verdad.
La manera en la que Rocío entraba era muy sencilla: sólo tenía que mirar a un punto fijo en la habitación de la casa de sus padres, y concentrarse en él durante mucho tiempo. Si lo hacía el tiempo suficiente, entonces, poco a poco, esta habitación comenzaba a cambiar y se transformaba en la de cristal, donde salía a recibirla el Hada Madre. La mayoría de las veces con una deliciosa merienda, y siempre con una cálida sonrisa. Allí no había candado ni barrotes, por lo que podía salir a pasear por el resto de la casa. Además, cuando se cansaba de estar allí metida, podía salir a pasear fuera. Luego sólo tenía que volver a la casa de cristal del Hada Madre, a su habitación, y volver a concentrarse en un punto fijo. Entonces, estaba de vuelta en la casa de sus padres.
Sólo cuando tuvo veinticuatro años y una amiga de verdad, le contó lo del mundo que no existía. Se lo contó una tarde lluviosa, al calor de un café humeante. El tiempo era demasiado tedioso, no había nada que hacer... Y entonces se le ocurrió hablarle de aquel mundo mágico. Por fin abriría las puertas de su corazón. Aunque no le creyese, no le importaba ya. Lo único que quería era poder compartirlo con alguien. Si aquella amiga se iba para siempre, por lo menos se quedaría con la estupenda sensación de haberse liberado.

Afortunadamente, no fue así, y aunque a su amiga al principio le costaba asimilar todo lo que Rocío le estaba contando, pronto ató cabos. Y lo más maravilloso, fue cuando las dos juntas viajaron hasta allí.


lunes, 7 de diciembre de 2015

El aeropuerto internacional

Foto: Marta Santos
Todos pensamos que un aeropuerto internacional tiene que ser grande.

Su misión, como aeropuerto internacional, es acoger en su seno vuelos de todas las naciones, ciudadanos y viajeros de todos los puntos del planeta con destino a cualquier lugar, y por todo ello el espacio para acoger a los aviones y a los ciudadanos ha de ser grande.

Sin embargo, existía un aeropuerto internacional que cabía en un armario. Estaba en el campo, al lado de las raíces de un gran nogal de cincuenta años. Lo único que lo diferenciaba del resto de aeropuertos internacionales era que los viajeros no eran personas humanas. Eran piojos.

Muy poca gente se lo ha preguntado, pero los piojos no son sólo esos bichos molestos que saltan de cabeza en cabeza y que escapan a riadas cuando uno les echa una loción antipiojos. Los piojos, aparte de vivir en el pelo, construyen sociedades complejas.

Han evolucionado tanto, que cuentan con sus propios sistemas de transporte, como los apiojones, que son sus aviones particulares. Un apiojón del tamaño de un bote de pegamento en barra es capaz de transportas hasta quinientos pasajeros. Pero muy pocos humanos se dan cuenta verdaderamente de cuándo se trata de un apiojón, puesto que se camuflan muy bien tanto en forma, como en tamaño y color, con las hojas de los árboles. De hecho, el aeropuerto internacional de los piojos estaba al lado del nogal para aprovechar sus ramas como amplias pistas de aterrizaje.

Los piojos, en realidad, suelen alimentarse de los minerales presentes en la tierra y de las plantas. Sólo saltan a las cabezas humanas cuando pretenden utilizarlas como parques de atracciones. El pelo humano les sirve de tobogán, de lianas con las que pueden desplazarse brincando de un lugar a otro, de trampolines, e incluso de escondite cuando quieren jugar muchos, puesto que es como un intrincado bosque donde los piojos desaparecen enseguida al internarse entre los “árboles”.

Por eso saltan tanto de una cabeza a otra. En realidad, los piojos que saltan al pelo humano son los que más brincan, los más saltarines. La mayoría prefiere quedarse en sus ciudades, tranquilos, alimentándose de la tierra o de las plantas. Los que conocemos nosotros son los que más se hacen notar.

Hay pocas ciudades-piojo, pero las que hay, están bien abastecidas. Son diez en todo el mundo, cinco repartidas por cada hemisferio, y todas cuentan con su aeropuerto internacional.

El que nos incumbe está situado en España, al norte. Más concretamente, en Galicia. Allí hay uno de los aeropuertos internacionales de piojos mejor comunicados. Una vez me encontré con él, pero fue por accidente. Caminaba absorta en mis propios pensamientos, con un libro en la mano, cuando de repente me topé con un nogal.

Me di un golpe de narices contra el mismo, y digo golpe de narices porque realmente mi tabique nasal se quedó dolorido al topar con la corteza del tronco de ese árbol. El dolor hizo que me sentara un rato a descansar, sobre la más gruesa de sus raíces, hasta sentirme con fuerzas para reanudar la marcha. Como no tenía nada más que hacer, mientras el dolor se iba mitigando, observaba con ojos fijos el suelo.

No me di cuenta. Al menos, a primera vista. Pero al seguir observando, la maraña negra hormigueante se hizo más evidente ante mi vista. Un montón de puntos negros correteaba sin parar delante de mí, a un ritmo frenético.

Pero, ¿qué diantres es esto? ¡Me acabo de sentar delante de un hormiguero! ¡Qué horror! —exclamé, sin darme cuenta.
¡Oye, tú! ¡Un respeto! ¡Que somos piojos, y a mucha honra! —exclamó uno de los puntos negros. Me costó reconocer que era él, porque al principio tan sólo era capaz de distinguir una leve vocecilla aguda que provenía del suelo. Aguzando el oído fue como pude distinguir de dónde provenía aquella voz. O, más exactamente, de quién.
La hormigas a la larga son cansinas —comenzó a razonar el piojo—. Dicen que tienen una estructura social muy compleja, pero eso también lo tienen las abejas, y nosotros los piojos. Lo que pasa es que nosotros no nos hacemos notar, sólo aquellos que empiezan a saltar sobre vuestras cabelleras. Pero en realidad nuestra sociedad está muy organizada.

Francamente, no podía creer aquello que estaba oyendo. Pero, muerta de curiosidad, no pude menos que aprovechar el momento para trabar conversación con aquel pequeño parásito que comenzaba a darme una información muy reveladora.

¿De verdad tenéis una sociedad muy organizada? ¿Esto que tengo delante es una ciudad vuestra, entonces?
¡Claro! Podría enseñártela ligeramente. Mira, ven, agacha la cabeza —me ordenó el piojillo, a lo que obedecí casi inconscientemente.

Al agachar la cabeza, pude distinguir áreas muy diferenciadas en aquella “ciudad”.

Aquel montículo de tierra que está a tu derecha es en realidad un almacén alimenticio. Debajo guardamos pedacitos de plantas, ya preparados para el consumo piojil. Más adelante, en aquel charco, están los baños públicos. Cuando los rayos de sol inciden sobre él y calientan el agua lo utilizamos a modo de aguas termales. Si no, simplemente lo usamos como bañera comunitaria. Aquel bosque de tallos de hierba es la zona residencial. Entre los tallos construimos nuestras cabañas, que son muy finas y están adaptadas a la planta, puesto que al ampararnos en ella nos sirve como protección para el frío, el viento y la lluvia. Las raíces que rodean toda la ciudad son utilizadas a modo de murallas, y aquella explanada gigante que está como un poco apartada del resto, es lo que nos sirve como aeropuerto internacional.

Al llegar a ese punto, sí que se me hacía realmente difícil creer sus palabras.

¿Aeropuerto internacional, dices? —cuestioné—. ¿De verdad tenéis los piojos un aeropuerto internacional?

¡Claro! ¿Por qué lo dudas? ¿Acaso no ves todas esas hojas que no paran de salir volando? Pues en realidad son apiojones, el equivalente en piojo de los aviones humanos.

Me fijé en aquella zona que me indicaba mi amigo piojo. Al observar minuciosamente, pude comprobar que en efecto no paraban de salir volando hojas de aquella planicie sin hierba. Salían de una zona muy concreta, y riadas de piojos se dirigían en caminitos hacia unas hojas u otras.

Cuando volví a casa, me guardé todo aquello. No podía contarle a mi madre que había visto una ciudad de piojos con su propio aeropuerto internacional, puesto que no me creería y me tomaría por loca. Sin embargo, aquella noche tuve sueños muy agradables en los que me embarcaba en una hoja a volar por el mundo, acompañada de un montón de humanos del tamaño de un piojo.