Dicho
planeta había conocido muchas civilizaciones, e incluso a un ser
llamado Jesucristo con el que medían el tiempo. Desde que dicho ser
viviera en la Tierra, habían pasado más de cuatro mil años.
La
civilización que ahora poblaba el planeta había sido muy primitiva
en sus orígenes. Incluso habían torturado salvajemente al mismo
Jesús al que después adoraban. Sin embargo, todo eso había quedado
muy atrás, y ahora la Tierra vivía una época de esplendor. Desde
el 2.800 d.C., sus habitantes habían dejado de matarse entre ellos y
de comerse a sus hermanos los animales. Respetaban a las mujeres y a
la vida, y no discutían si no era necesario. Comprendían que
intentar quedar por encima de otro ser humano era absurdo, pues todos
eran uno, y ninguno podía ser feliz si había otro que sufría.
Los
humanos del siglo XLI habían comenzado a desarrollar la habilidad de
la telequinesia, es decir, de mover objetos con la mente. También
habían aprendido a comunicarse usando los pensamientos, con una
ciencia que se conocía como telepatía. Todo esto les había llevado
cientos de años, pero podía decirse que aquel lugar era mucho más
pacífico y feliz de lo que había sido unos cuantos siglos antes.
Su
conocimiento científico de la mente y del universo les permitía no
solo practicar la telepatía y la telequinesia, sino curarse con esta
misma energía mental. Es por ello que las enfermedades habían sido
erradicadas hacía siglos. En las universidades enseñaban cómo
manejar la energía de los pensamientos, cómo influía esta en el
entorno cotidiano y cómo podían enfocarla para lograr lo que
deseaban. Había carreras enteras dedicadas a estas cuestiones.
Asimismo, habían desarrollado especialidades que estudiaban las
leyes universales que regían el cosmos, tanto leyes físicas como
espirituales. Nadie dudaba ya de la existencia de otros planos
superiores al mundo material, y analizaban las interrelaciones que se
daban continuamente entre estos planos y el mundo físico.
En
esta época, además, los visitantes de otros planetas eran
frecuentes, y cada sistema solar cercano tenía su propia embajada en
la Tierra. Los terrestres también construían sus propias naves e
instalaban sus embajadas por el espacio exterior. Todas las razas se
respetaban entre sí sin importar el punto de la galaxia del que
proviniesen, y abundaban las fiestas, espectáculos y eventos que
reunían a representantes de toda la Vía Láctea.
Sin
embargo, ninguna celebración interestelar podía asemejarse a las
fiestas tradicionales que los habitantes de la Tierra consideraban
sagradas. Entre estas podían contarse los equinoccios de las cuatro
estaciones, en los que honraban a la Madre Tierra y al Padre Sol y
les daban las gracias por seguir dándoles la vida en su baile
galáctico. También estaban la fiesta de la tierra, la del agua, la
del viento y la del fuego, utilizadas para reconciliarse con la
energía de los cuatro elementos reflejada en sus propios cuerpos
humanos. Otra fiesta, menos ritual pero también muy considerada
entre los seres terrestres, era la de las flores. En ella engalanaban
con flores las entradas y ventanas de sus casas, sus vestidos y sus
cabellos, y cantaban y bailaban alrededor de una hoguera hasta que
llegaba la noche.
Pero
los mayores acontecimientos que gustaban de celebrar eran la salida
del sol que se producía cada mañana, y la llegada de las estrellas
que acontecía cada noche. Aunque eran fenómenos que se producían
todos los días, los terrestres del año 4000 no dejaban de
asombrarse por ellos.
En
esos momentos tan maravillosos y asombrosos, todos se quedaban en
silencio y oraban a la Fuente de vida universal.
La
ciencia es aquella parte de la magia que ha podido ser explicada.
(Jaime Garrido, arquitecto)
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