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lunes, 11 de abril de 2016

Las cuatro pintoras

Foto: Marta Santos
Había una vez cuatro chicas a las que les gustaba pintar.

Las cuatro iban a la misma academia de pintura todos los viernes por la tarde. Las cuatro tenían una forma de pintar propia de un ángel, aunque sus cuatro estilos eran diferentes.

Lidia pintaba retratos, y era una especialista plasmando las expresiones faciales de la gente. Era capaz de pintar el alma de cada persona retratando tan solo su cara, y necesitaba apenas cinco minutos para dibujar con cuatro líneas la personalidad que desprendía una mirada.

María era un portento pintando bodegones. Era maravillosa captando la atmósfera que rodeaba a los objetos y copiando el brillo de la luz que incidía sobre ellos. Además, componía sus naturalezas muertas de una manera tan armónica que parecían cobrar vida propia.

Ana tenía una habilidad excepcional para pintar paisajes naturales. Sabía trasladar a cualquiera que contemplase sus cuadros al lugar que retrataba, ya fuese una playa, un río, un bosque, un prado o una montaña. Ningún espacio de la naturaleza se resistía a su pincel.

Por último, Sonia poseía un don para pintar pájaros, flores y mariposas. Sus cuadros solo trataban estos temas, pero lo hacía tan bien que parecían absolutamente reales. Sus pájaros parecían estar a punto de echar a volar en cualquier momento, sus flores semejaban brillar con la luz del sol y sus mariposas presentaban una riqueza de colorido asombrosa.

Pero, además de sus preferencias al pintar y de sus dones, había otra cosa que las diferenciaba.

Una se consideraba mejor que las demás. Esto siempre le acababa acarreando discusiones con el resto de sus compañeras, pues cualquiera que estuviera a su lado sentía que no tenía talento y que no valía para pintar. Por ello, muchas veces la evitaban, y esto hacía que ella se enfadase y se sintiese a menudo sola y triste.

Otra se consideraba peor que las demás. Esto hacía que las demás se sintiesen muy bien a su lado, puesto que les daba la impresión de que eran mejores artistas y nunca tenían discusiones. Sin embargo, a ella esto la hacía sufrir porque le parecía que no tenía talento. Además, a menudo se sentía sola y le daba la impresión de que las otras no la comprendían.

Por último, dos de ellas se consideraban iguales a sus otras compañeras, aunque la experiencia que vivía cada una era completamente distinta.

Una de ellas hacía que las demás se sintiesen peores artistas a su lado y también se hacía sufrir a si misma, puesto que consideraba que las cuatro tenían muy poco talento y que no valían para pintar. Pensaba que, al estar en una academia, eran unas simples aprendices que no tenían ni idea de pintura. Esto la hacía discutir constantemente, cada vez que menospreciaba los trabajos de sus compañeras. También se enfadaba, se sentía sola y triste, sufría porque le parecía que ella misma no tenía talento y creía que las otras no la comprendían.

La otra, en cambio, hacía que las demás se sintiesen mejores artistas a su lado y disfrutaba recreándose en la belleza de las cosas que ella misma pintaba. Esto era porque consideraba que las cuatro tenían muchísimo talento, y que eran unas pintoras estupendas. Admiraba las obras de las demás, y no perdía ocasión de recordarles lo buenas artistas que eran. También admiraba sus propias obras, y si alguien en alguna ocasión le hacía sentir poco valiosa, entonces se recordaba a sí misma que era una pintora excelente.

No voy a indicar aquí quién era cada una, porque eso carece de importancia. Podéis atribuirle a cada personaje el nombre que queráis, y no cambiaría nada. Lo verdaderamente interesante en esta historia era cómo sentía cada una su propia realidad.

La autoestima del alma une en la excelencia; la autoestima del ego separa.


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