No
sabía cómo, pero el cristal que cubría mi piel se había roto. La
sangre, el fuego y la vida habían fluido desde aquel lugar en el que
hacía mucho que ya no vivía, y lo habían estallado todo en
pedazos. Qué desastre. ¡Ahora habría que fregarlo todo!
Pero
estaba muy contenta.
Cogí
la escoba y comencé a barrer con brío. Por fin parecía que las
tinieblas se habían roto, junto con los cristales. Arrastrar los
trocitos de cristal del suelo, meterlos en el recogedor. ¡Qué
alivio! ¡Qué alegría! Incluso silbaba.
Pero...
Algo estaba mal. Unas gotitas de sangre manchaban los cristales. Eran
de color rojo intenso, recientes.
Miré
mi brazo. Allí estaban. Miré mis piernas. Parecía una plaga. Mi
vientre, mi espalda, mi cuero cabelludo. No había lugar donde no
estuvieran.
Me
eché a llorar. Me tapé la cara con las manos para que nadie me
viera, aunque enseguida el dolor acuciante comenzó a reclamarme.
Tenía que quitármelas.
Así
que comencé a sacarme las agujas, una a una. La sangre brotaba
entonces con más fuerza, como ríos bermellones que desembocaban en
el suelo. No podía ocuparme de las heridas ahora, tenía que quitar
todas las agujas primero.
Crucé
aquel desierto agónico en completa soledad.
Cuando
terminé, volví a sentir aquella luz. La misma que había roto los
cristales, volvía a bañarme otra vez. Bajando desde el cielo con su
fulgor dorado, envolviéndolo todo. Ablandando el dolor y
disolviéndolo en el aire. Reconfortándome con su abrazo
omnipresente. Ella siempre había estado ahí, dándome la fuerza.
Fluyendo desde el interior y desde el cielo. Disolviéndome también
a mí en la más pura y bella canción de amor.
Solo
entonces se cerraron las heridas. Sin tiritas, sin betadine, sin
alcohol para limpiar las manchas de sangre reseca. Fueron simplemente
desapareciendo. En su lugar, la vida.
Mi
piel era ahora de carne. Notaría cada pinchazo de cada aguja que
antes no había notado, gracias al cristal. Pero ahora podría
quitarla al momento. Volver a sentir la luz. Era lo único que podría
disolver las agujas que clavaban aquellos que se las clavaban a sí y
a los demás, aquellos que vivían clavando agujas porque tenían la
piel de piedra y nunca las notaban. Qué pena. Ojalá que algún día
la pudieran tener al menos de cristal. Era mucho más hermoso.
1 comentarios:
Precioso y poético relato!!!
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