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lunes, 12 de enero de 2015

El colgante. Eslabón 1

Foto: Marta Santos
Aquella tarde de enero fue fría, muy fría. Pero Armando nunca la recordará como tal, él sólo será capaz de acordarse del ardor que quemaba su pecho sin dejarlo apenas respirar. Copos de nieve desenhebrados cubrían su negro pelo como granitos de arroz helados. Su aliento se disolvía en una atmósfera sin sentimientos que también la arropaba a ella, esa criatura delicada de una palidez mortecina que arrastraba su blanco vestido junto a la fuente. En aquel mundo de hielo sólo distinguió sus ojos. Sus pupilas, pequeñas y rasposas como dos cabezas de cerillas, fueron las que prendieron la llama. Ella respiró, y él sorbió su aliento.

¿Qué haces aquí? —dijo la boca de Armando, mientras sus ojos investigaban ansiosos aquella aparición casi mística.

Iba a bañarme.

Aquella frase casi le hizo daño al imaginar aquella piel de porcelana quebrándose al contacto de las gélidas aguas. La conmoción lo dejó sin palabras, pero no sin amor. Abrazó aquel cuerpo frágil y delicado con desesperación, muriendo por transmitirle aunque fuera una mínima parte de las calorías que abrasaban su interior.

Tranquilo —sonrió ella, a la vez que lo estrechaba con sus sedosas manos—. Todo está bien.

Él suspiró.

Me gustaría saber tu nombre.

A mí también me gustaría que lo supieras. Pero puedes llamarme Sonia.

Armando no lo entendió, nunca lo entendería. Sin embargo, ¿qué importaba, si podía sumergirse en aquel enloquecedor aroma que manaba de su porcelanosa piel? Él siempre había sido un soñador. La realidad le importaba poco, o más bien nada.

Sonia estaba en la fuente. Él también.

La estaba abrazando, así que, ¿por qué no podía besarla? ¿Acaso había algo que le impidiera llevarla a su casa y amarla para siempre? Seamos románticos, por favor. Sonia tenía la delicadeza de una princesa de Disney. Y él era ferviente y apasionado como un príncipe azul. Comencemos, pues, su cuento.

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