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lunes, 9 de febrero de 2015

El colgante. Eslabón 4

Foto: Marta Santos
 ¿En qué piensas? — le interrumpió su nueva compañera.

En ti — respondió él, sin abrir los ojos.

Ya —. Sonia dejó que la palabra sonara como un golpe seco contra una caja de cartón. No fue amable. Tampoco grosera. Simplemente la dejó sonar.

No te conozco, aunque tú a mí sí, por lo que parece. Estoy en una clara situación de desventaja con respecto a ti. Pero he llegado a la conclusión de que no quiero dejarte marchar, así que lo ignoraré. ¿Te apetece acompañarme al supermercado? — Armando la miró por primera vez en treinta y cinco segundos. Ella también prefería ir al super antes de hablar más del tema, así que se levantó del sofá como un volcán de mantas en erupción.

Claro.

Él no respondió, simplemente le acarició el hombro y se metió las llaves en el bolsillo. Llegaron hasta la puerta envueltos en papel de lija. Por primera vez desde el encuentro casi onírico en la fuente, cobijaban inquietud. Esa sensación incómoda que te atrapa cuando sabes que has cometido una estupidez y que no puedes borrarla como si fuera tiza. Ni tampoco es que quieras eliminarla exactamente, porque sabes que volverías a hacerla si te dieran otra oportunidad. Aunque fuera un error, aunque resultara un fracaso. Ambos habían de asumirlo. Sus vidas iban a dar un giro de muchos, muchos grados. Era una locura. Pero lo deseaban.

Por eso atravesaron aquel pequeño pueblo alemán cogidos de la mano, ante la mirada de algunas clientas de la pescadería. Ante la mirada de otras, se surtieron de leche, zumo, galletas, cereales, champú, arroz, atún en lata y manzanas de oferta. Armando iba seleccionando los productos que le pasaba a Sonia, quien procedía a acomodarlos con esmero en el ruidoso y traqueteante carrito. Todo fue bien hasta que el pescadero llegó a la sección de frutería y depositó en la mano de la mujer una bolsita con cuatro manzanas golden.

Madre mía — retrocedió ella, dejando caer las cuatro bolas verdosas. Sus ojos cerilla parpadeaban,

¡Sonia! ¿Qué haces? — se espantó Armando, mientras se agachaba para recogerlas.

Perdóname, yo... Es que ver toda la fruta así, arrancada e intervenida genéticamente... Me hace daño... — balbuceaba la mujer, más nívea todavía que de costumbre.

El pescadero se extrañó. El pescadero volvió a callar.

Tranquila, no pasa nada. Ya llevo yo el carro — musitó, depositando la vilipendiada bolsa entre los cereales y el arroz.

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