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lunes, 16 de marzo de 2015

El colgante. Eslabón 8

Foto: Marta Santos
La piel de Sonia también temblaba. Sus párpados reposaban inmóviles, sin atreverse a turbar a sus sorprendidos ojos. La próxima vez que Armando los viese cerrarse, para él ya no serían iguales. Cuando sabes que unos párpados son legendarios, en tu interior te sueles preguntar si funcionan para disfrazarse de humanidad, o si realmente son unas persianas necesarias para esas dos ventanas luminosas que te observan desde otro mundo.

"¿Pero qué clase de monstruo eres tú?" había sonado la pregunta, despiadada como un bofetón. "¿Monstruo?" reflexionaba ella para sus adentros, "yo no soy ningún monstruo..." Aquella injuria se colaba en su mente como un virus. Se sentía herida, odiada, despreciada... Sabía que no podía mostrarle nada, pero su vergüenza pudo más. No. Ella no era una bestia. ¿Cómo podía Armando pensar aquello?

Sonia se agachó delante suya y habló al fin. Alzó el colgante ante los ojos de su amado para mostrarle aquello que los humanos estaban condenados a ignorar. Por los siglos de los siglos, como las verdaderas maldiciones.

Míralo, Armando. Míralo bien. Este colgante te mostrará quién soy yo en realidad, quién es mi familia, y cómo es el lugar de donde vengo.

El pescadero se debatió entonces entre la curiosidad y la prudencia. Le preguntó a su corazón qué era lo que debía hacer, y éste le contestó con franqueza. Le habló de fuentes, de aguas gélidas, de escarcha en el pelo. Le habló de amor, le habló de belleza. La belleza del riesgo. Armando no pudo resistirse más, él pensaba lo mismo. Le dio las gracias y adelantó la cabeza, dejando a sus ojos llevarse por los tres árboles entrelazados que surgían de aquella joya de oro desgastado.

Al principio no vio nada. Los robles permanecían en la misma posición que hacía unos minutos, cuando se introdujo en la bañera. Se frotó los ojos, y siguió sin ver. La decepción y la desconfianza comenzaban a hacer mella en su ánimo cuando, de repente, todo pareció cobrar vida. Pudo vislumbrar aquellos tres árboles en el bosque, entrelazados de verdad, rodeados de frondosa vegetación y acariciados por múltiples rayos de sol que se colaban entre las hojas como flechas doradas. Un suave viento se despertó entonces, meciendo las ramas y desordenando su oscuro cabello. Aquel paisaje era hermoso, pero extraño. Los cantos de los pájaros parecían humanos. Eran como balbuceos de un bebé. Daba la impresión de que querían hablar con él. Pero no podían. Intentó buscarlos con la mirada, explorando con insistencia cada surco que tatuaba la corteza de los tres robles.


Y allí las vio. Pequeñas entradas que se ocultaban en cada árbol, aprovechando al máximo su fisionomía natural. Analizando la primera, un habitante de aquel castillo viviente lo sorprendió. Aquel hombre, que vestía una larga túnica blanca, salió por aquel tímido agujero sin esfuerzo. Como un zorro sale de su madriguera. Como una visión sobrenatural. Aquel hombre era ambas cosas, y más. Cuando se acercó más a Armando, éste pudo vislumbrar la señal en su pecho. Otra vez, aquel símbolo. El colgante.

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