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lunes, 5 de enero de 2015

El colgante. Prólogo

Foto: Marta Santos
Volvió la mirada atrás. Nadie le seguía. Sólo eran imaginaciones suyas, así que lo más coherente sería sumergir sus miedos en un balde de agua fría. Oh, Dios. Sería difícil, ¿eh? Sobre todo si volvía a encontrarse con aquel hombre de estatura desmesurada, imponente, como una montaña en tinieblas con ojos de fuego que lo quemaban desde la cima. No quería volver a verlo, no soportaría otra vez sus frases lapidarias. Lo herían porque sabía que decían la verdad. Ella no estaba en Leipzig. Por eso la estaba buscando. Por eso recorría todos los días el bosque donde solía ocultarse a leer. Desde el amanecer hasta que el sol se escurría en un horizonte zanahoria. Nunca la encontraba. Nunca desistía. Maldito policía orangután. No le daría el gusto de reconocer que Sonia podría estar muerta.

Armando respiraba el aroma de aquel bosque como quien aspira el olor de la moqueta de su casa. Era ya tan familiar, que podría haberle ofrecido un respetuoso "hola" a aquel jabalí que husmeaba la tierra. Después de todo, reconocía aquella mancha blanca detrás de la oreja derecha como si fuera el lunar de la mejilla de su madre. Pero no le dijo nada. El jabalí no lo hubiera entendido.

Eso no evitó que el hombre lo acariciara con la mirada y se sorprendiera cuando, en la tierra que levantaba el peludo animal, descubrió un pequeño hueso. Delgado, frágil. Como un palito. Se hundía en la tierra, así que debía de pertenecer a un conjunto más grande. Armando esperó a que el jabalí se alejase a una distancia conveniente, y escarbó. Y descubrió otro hueso, y escarbó más. Y descubrió una mano, y empezó a preocuparse. Y descubrió un brazo, y un hombro, y un cuello. Todo un esqueleto humano.

Queridos lectores, he de deciros que un colgante puede llegar a ser muy poderoso. Un colgante puede identificar a un muerto, y puede matar a otro. Porque cuando Armando se atiborró de tranquilizantes, ya estaba muerto. Lo llevaba cinco años. Desde que recorría todos los días el bosque donde ella solía ocultarse a leer, desde el amanecer hasta que el sol se escurría en un horizonte zanahoria.

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