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lunes, 13 de octubre de 2014

El reencuentro

Foto: Marta Santos

Buenos días, doctor. Lo estábamos esperando.

El médico esbozó una sonrisa. Aunque más bien se diría que ya la llevaba puesta de casa. Resguardado en una gabardina gris oscuro y con un maletín negro en la mano derecha, se introdujo en el recibidor, invitado amablemente por la mano de aquella señora alta y delgada de semblante preocupado.

—La tía Rosario está cada vez peor, ya no puede ni tragar el alimento. Esperamos que usted dé con el mal que nos la está consumiendo poco a poco, porque francamente, también nos está consumiendo a nosotros.

Mientras seguía a aquella mujer por el pasillo, y sin terminar de extinguir su templada sonrisa, dedujo que el “nosotros” se refería a ella y a su marido, que hacía guardia al lado de la puerta que no tardaron en cruzar. En aquel caserón lóbrego y antiguo no había niños. No respiraba su esencia, sólo humedad y nostalgia.

—Éste es el dormitorio donde se encuentra ella.

El médico tampoco respondió esta vez. Tan sólo se adentró en aquella enorme habitación de paredes granates y posó sus ojos sobre un bulto que yacía inmóvil debajo de una desmesurada manta verde.

—Les dejo solos, doctor – murmuró la mujer con gesto circunspecto, no carente de cierto recelo. Cerró la puerta tras de sí, y entonces, el bulto se movió.

—Javier…

El médico se acercó con paso calmado hasta Rosario y se sentó en la cama, a su lado. Con delicadeza, y sin perder la sonrisa, comenzó a acariciarle los blancos cabellos mientras pronunciaba sus primeras palabras en aquella casa inmensa:

—Ahora ya no me llaman así.

Los pequeños ojos de la anciana asomaron de entre aquel mar de mantas para escrutar con atención a su interlocutor.

—Ya. Lo suponía.

El silencio reinaba entre ellos sin tiranía. La ausencia de palabras provocaba en los dos una calma y una dulzura difíciles de describir si no se sienten. Hablaban con los ojos, y se reconocían con el corazón.

—Has tardado cuarenta años en volver—. El tono de la anciana no era de reproche; más bien de melancolía.

—Tardé diez años en volver a nacer, pero no he parado de buscarte desde entonces.

Ella suspiró. Había pasado demasiado tiempo haciéndose preguntas, estancada en la incertidumbre de si él volvería alguna vez, tal como le había prometido justo antes de morir. Sin embargo, él también le había exigido algo a cambio de volver. Le había ordenado que fuera feliz.

—Debiste haber rehecho tu vida, Rosario. Debiste haber amado a otro hombre, haber tenido hijos, haber sido feliz.

El médico había dejado de sonreír. Pero ella ya no lo miraba. Sus ojos, cansados y abatidos, se centraban en algún punto incierto de la pared.

—¿Crees que habría podido?

Esta vez, el silencio comenzó a hacer daño.

—¿Crees que habría podido tener algún niño y haberlo amado, sin ver en sus ojos un verde tan puro como el que tienen los tuyos?



El silencio siguió haciendo más daño.

—Podrías haberlo intentado… — la voz del doctor era queda, apenas un ruego.

—Desde el momento en el que había acabado tu vida, yo sólo podía esperar el fin de la mía. Y eso hice, con la esperanza de que cuando llegase el momento, tal como yo te había acompañado, tú me acompañarías a mí.

El hombre que se había llamado Javier en otra vida volvió a sonreír, esta vez con amargura.

—Está bien. He vuelto a nacer, te he buscado y te he encontrado. Dime qué es lo que debo hacer ahora, porque no lo sé.

Rosario comenzó a llorar débilmente, tiñendo sus palabras de ligeros temblores.

—Sólo acompáñame.

Él la abrazó como nunca había abrazado a nadie, por lo menos en esa vida. Sintió su miedo, pero también sintió su esperanza.

—Vuelve a tocarla, Javier. Vuelve a tocarla una vez más.

Y él se perdió entre las teclas del piano que lo esperaba en una esquina de la amplia estancia. Aquel piano que conocía tan bien.




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