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lunes, 4 de abril de 2016

La alfarera

Foto: Marta Santos
Había una vez una alfarera que moldeaba hermosas vasijas.

Vivía en un pueblo pequeñito, al lado de una montaña. Sus vecinos gustaban de adquirir sus preciosos cántaros; pero aquella aldea era tan minúscula que, por muchos que vendiese, jamás alcanzaría a ganar lo suficiente para vivir. Así que, un día, una vecina suya le dio la solución:

Múdate a la ciudad —le dijo—. Allí se venden decenas de vasijas todos los días. Eso sí, tendrás que fabricarlas con un estilo más moderno, ya que allí no compran el tipo de cántaros que usamos aquí.

La alfarera le dio las gracias, y se puso a pensar. Era cierto que necesitaba muchos más ingresos y que allí podría obtenerlos, pero tendría que dejar atrás muchas cosas: su familia, su pareja, su casa... Además, allí no conocía a nadie.

La alfarera pensó, y pensó, y pensó. Y al final el miedo le pudo, y se quedó en la aldea.
Pasaron dos otoños, dos inviernos, dos primaveras y dos veranos. Y la alfarera se sentía cada vez más desilusionada: vendía tan poquitas vasijas, que el dinero no le alcanzaba ni para pagar el barro cocido que usaba para moldearlas.

Un día, su marido se despertó y no la encontró en casa. Buscó por el jardín, por la cocina, por el taller, y al no verla, se sentó junto al horno donde ella terminaba sus obras. Entonces, algo le llamó poderosamente la atención: un montón de trozos de vasijas rotas sembraba el suelo, y en las estanterías donde solían estar guardadas, se abría el vacío.

¿Por qué habrá destrozado todas sus piezas?”, se preguntó. Se levantó y, apenado, comenzó a recorrer con su mano derecha las estanterías vacías. Gracias a ello, encontró un sobre cerrado dirigido a él y firmado por su mujer. Al abrirlo, vio una carta.

Cuando leas esto, ya no estaré aquí. Me voy a la ciudad. Debería haberme marchado hace tiempo, pero fui cobarde para irme entonces y soy cobarde ahora al no decírtelo en persona. He de dejar atrás a mis amigos, a mi familia y a ti. No puedo quedarme más en este lugar en el que no encuentro un futuro para mí. Lo siento.”

Mientras su marido leía la carta, la alfarera posaba una de sus dos maletas sobre la cama de un hotel. En ella llevaba algo de ropa y unos cuantos enseres personales. En la otra maleta, que reposaba en el suelo, siete vasijas modernas que deberían darle el dinero suficiente para comprar más barro cocido y alquilar un horno por algunas horas. El resto del equipaje eran solo recuerdos en su cabeza: la imagen de sus antiguas vasijas chocando contra el suelo, y cientos de trozos y esquirlas saltando por los aires. Aquellas piezas de estilo antiguo ya no le valdrían de nada en su nueva vida.

A la mañana siguiente, se dirigió al principal mercado de la urbe. Se estableció en una esquina, dispuesta a pasar las horas que hicieran falta para vender sus siete modernas vasijas . No necesitó demasiado tiempo, puesto que los transeúntes se paralizaban al observar la belleza de aquellas piezas. En pocos minutos, se arremolinó una turba que no paraba de preguntar cuánto valían y dónde se podían adquirir más. Enseguida se vendieron las siete. La gente se disipó al ver que se habían agotado, así que la alfarera se dispuso a abandonar aquel mercado. Al hacerlo, una señora de mediana edad la abordó.

He visto el éxito de tus piezas. ¿De dónde las has sacado?
Las he hecho yo misma. Tenía un taller en mi pueblo, pero he decidido venir a trabajar a la ciudad. El dinero que ganaba con ellas apenas podía mantenerme.
¡Qué casualidad! —exclamó la señora—. Precisamente hoy se acaba de jubilar uno de los alfareros que tenía en mi taller, y estoy buscándole sustituto. ¿Querrías venir a trabajar con nosotros?

La alfarera accedió, y terminó convirtiéndose en una de las fabricantes de vasijas más apreciadas del país.

Para brillar suele ser más difícil quitar lo que sobra, que añadir lo que falta.



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