Vivía
en un pueblo pequeñito, al lado de una montaña. Sus vecinos
gustaban de adquirir sus preciosos cántaros; pero aquella aldea era
tan minúscula que, por muchos que vendiese, jamás alcanzaría a
ganar lo suficiente para vivir. Así que, un día, una vecina suya le
dio la solución:
—Múdate
a la ciudad —le dijo—. Allí se venden decenas de vasijas todos
los días. Eso sí, tendrás que fabricarlas con un estilo más
moderno, ya que allí no compran el tipo de cántaros que usamos
aquí.
La
alfarera le dio las gracias, y se puso a pensar. Era cierto que
necesitaba muchos más ingresos y que allí podría obtenerlos, pero
tendría que dejar atrás muchas cosas: su familia, su pareja, su
casa... Además, allí no conocía a nadie.
La
alfarera pensó, y pensó, y pensó. Y al final el miedo le pudo, y
se quedó en la aldea.
Pasaron
dos otoños, dos inviernos, dos primaveras y dos veranos. Y la
alfarera se sentía cada vez más desilusionada: vendía tan poquitas
vasijas, que el dinero no le alcanzaba ni para pagar el barro cocido
que usaba para moldearlas.
Un
día, su marido se despertó y no la encontró en casa. Buscó por el
jardín, por la cocina, por el taller, y al no verla, se sentó junto
al horno donde ella terminaba sus obras. Entonces, algo le llamó
poderosamente la atención: un montón de trozos de vasijas rotas
sembraba el suelo, y en las estanterías donde solían estar
guardadas, se abría el vacío.
“¿Por
qué habrá destrozado todas sus piezas?”, se preguntó. Se levantó
y, apenado, comenzó a recorrer con su mano derecha las estanterías
vacías. Gracias a ello, encontró un sobre cerrado dirigido a él y
firmado por su mujer. Al abrirlo, vio una carta.
“Cuando
leas esto, ya no estaré aquí. Me voy a la ciudad. Debería haberme
marchado hace tiempo, pero fui cobarde para irme entonces y soy
cobarde ahora al no decírtelo en persona. He de dejar atrás a mis
amigos, a mi familia y a ti. No puedo quedarme más en este lugar en
el que no encuentro un futuro para mí. Lo siento.”
Mientras
su marido leía la carta, la alfarera posaba una de sus dos maletas
sobre la cama de un hotel. En ella llevaba algo de ropa y unos
cuantos enseres personales. En la otra maleta, que reposaba en el
suelo, siete vasijas modernas que deberían darle el dinero
suficiente para comprar más barro cocido y alquilar un horno por
algunas horas. El resto del equipaje eran solo recuerdos en su
cabeza: la imagen de sus antiguas vasijas chocando contra el suelo, y
cientos de trozos y esquirlas saltando por los aires. Aquellas piezas
de estilo antiguo ya no le valdrían de nada en su nueva vida.
A la
mañana siguiente, se dirigió al principal mercado de la urbe. Se
estableció en una esquina, dispuesta a pasar las horas que hicieran
falta para vender sus siete modernas vasijas . No necesitó demasiado
tiempo, puesto que los transeúntes se paralizaban al observar la
belleza de aquellas piezas. En pocos minutos, se arremolinó una
turba que no paraba de preguntar cuánto valían y dónde se podían
adquirir más. Enseguida se vendieron las siete. La gente se disipó
al ver que se habían agotado, así que la alfarera se dispuso a
abandonar aquel mercado. Al hacerlo, una señora de mediana edad la
abordó.
—He
visto el éxito de tus piezas. ¿De dónde las has sacado?
—Las
he hecho yo misma. Tenía un taller en mi pueblo, pero he decidido
venir a trabajar a la ciudad. El dinero que ganaba con ellas apenas
podía mantenerme.
—¡Qué
casualidad! —exclamó la señora—. Precisamente hoy se acaba de
jubilar uno de los alfareros que tenía en mi taller, y estoy
buscándole sustituto. ¿Querrías venir a trabajar con nosotros?
La
alfarera accedió, y terminó convirtiéndose en una de las
fabricantes de vasijas más apreciadas del país.
Para
brillar suele ser más difícil quitar lo que sobra, que añadir lo
que falta.
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