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lunes, 6 de octubre de 2014

Sonata nocturna

Imagen: Marta Santos
De vez en cuando, solía sentarse a mirar la luna. Cuando todos dormían para olvidarse de los defectos del mundo, Saraiba cogía su suave manta granate y salía al balcón envuelta en ella. La reina de la noche nunca la saludaba, pero no hacía falta. Simplemente la acompañaba otra noche más, ofreciéndole su compañía envuelta en el más reconfortante de los silencios. Y así era como Saraiba soñaba despierta, sintiendo cómo el dolor se convertía en un pequeño pájaro negro que acababa por ganarse su amor. Ella nunca se preguntó cómo ese pájaro la había encontrado, pero le daba igual.

Saraiba concentraba su congelada mirada en la luna mientras acariciaba a aquel pájaro extraño y cálido, y se preguntaba qué habría sido de la belleza del universo. Si la luna se la habría robado toda. Porque lo cierto era que, cuando se despertaba, la belleza nunca estaba allí. Parecía como si los rayos del sol la quemasen por la mañana, al entrar por la ventana. Sólo cuando los cuerpos de los humanos desaparecían arropados en sus camas, lograba vislumbrar un poco de lo eterno del universo. El brillo parpadeante que flotaba en los ojos del pájaro aparecía de entre la oscuridad para protegerla, y se quedaba con ella todo el tiempo que hiciera falta. Hasta que dejase de necesitar la presencia de la luna. Hasta que la oscuridad que siempre reinaba en el corazón de la melancólica Saraiba fuese lo suficientemente limpia y pura como para acompañarla a dormir.

Ella sabía que había algo de cruel en la luna, aunque nunca se atrevió a culparla directamente. A veces, cuando cerraba la puerta de cristal que separaba su casa de la dictadura de la oscuridad, Saraiba la maldecía en voz muy baja. Sólo podía hacerlo de espaldas a su imagen, porque la luna es demasiado bella como para despreciarla. La luna te absorbe. La luna te obsesiona. La luna se adueña de toda tu alma y no te deja pensar. Porque sólo ella brilla salvajemente en el medio del abismo celeste durante las noches lúgubres. Porque sólo ella puede provocar un eclipse de sol. Porque sólo ella es capaz de subyugar a los lobos y pasearse insultantemente preciosa por el cielo, mientras por su cara oculta fluyen las lágrimas que siempre han estado llorando.

En cierto modo, Saraiba tenía lástima de ella. Robar toda la belleza del universo no le había servido de nada. La Luna seguía estando triste.

Por eso le hacía compañía.

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