El rebelde siempre es el culpable
Era
una herida pequeñita, formada por dos pinchacitos, unos centímetros
al lado de la arteria carótida derecha.
La
tradición mandaba que todos los niños, desde los tres años, se
autolesionasen clavándose un pequeño aparatito con dos agujas en
dicha zona. Debían hacerlo todos los días antes de acostarse.
Durante el resto de su vida.
Cualquier
ciudadano de pro hablaba abiertamente de cómo se había herido desde
antes incluso de la edad estipulada, presumiendo de no haber fallado
un solo día en ejecutar los pinchazos. Además, en este país, era
todo un honor haber sufrido desmayos y dolores por seguir la
costumbre. Los más ejemplares alababan la tradición con ímpetu y
determinación, conociendo sus orígenes con fechas exactas y
difundiendo las historias de aquellos ciudadanos ilustres y
respetados que habían contribuido a perpetuarla.
Al
principio, los punzamientos se ejecutaban manualmente, con dos agujas
de coser que se clavaban una después de la otra. La ausencia de
condiciones higiénicas hacía que a muchos se les infectasen las
heridas, y, al tener que seguirse clavando a pesar de la infección,
la zona acababa engangrenándose. Las muertes entonces no eran
infrecuentes.
Sin
embargo, los tiempos habían avanzado, y ya nadie se clavaba agujas
usadas para la costura. Ahora todo el mundo tenía en su casa un
pequeño aparatito con dos agujas retráctiles que se sacaban sólo
en el momento de los pinchazos. Dichas agujas se esterilizaban antes
y después de su cometido con una solución muy barata y eficaz que
se vendía en todas las farmacias. Las muertes ahora sí eran
infrecuentes.
Lo
que no había cambiado desde el inicio de los tiempos era el código
de honor.
Nunca,
jamás, bajo ningún concepto, la herida podría ser vista por otra
persona. Ni siquiera de la propia familia.
Para
ello discurrían las más variadas estrategias. Las mujeres usaban
pañuelos y fulares. Los hombres, corbatas anchas y cuellos de camisa
altos. Hombres y mujeres también acudían a bufandas en invierno,
bragas cuando hacían deporte, joyas suntuosas, jerseys y camisetas
de cuello vuelto... Asimismo, habían inventado una tira fina de tela
de algodón que rodeaba al cuello y se usaba cuando uno estaba en
pijama o hacía mucho calor.
Ni
siquiera durante las relaciones sexuales las personas podían
descubrirse esa zona.
Sería
una vergüenza.
La
herida se consideraba monstruosa, desagradable,
antiestética, horrenda. Enseñársela a otra persona era una
agresión.
Pero
todos se la seguían haciendo cada día antes de ir a dormir.
Un
día, hubo un niño que fue a la escuela con el cuello descubierto.
Los
profesores tomaron cartas en el asunto, y se le aplicaron los
castigos pertinentes.
Sin
embargo, la cosa no quedó ahí.
Un
mes de mayo, en el que las temperaturas eran suaves y la brisa
cantaba canciones con las hojas de los árboles, un chico se presentó
en medio de la plaza principal de la capital del país. Exhibía su
cuello completamente descubierto, y en él... ninguna herida.
Al
poco de pararse en mitad de aquella plaza, sus padres se abalanzaron
sobre él. Llevaban con ellos el pequeño aparatito de los pinchazos,
e intentaron infructuosamente clavárselo a su hijo en el cuello.
No
fueron capaces, pues el chico era grueso y corpulento, y
revolviéndose desesperadamente fue capaz de zafarse de ellos.
No
obstante, la policía llegó en pocos minutos y, entre cuatro
oficiales, lo introdujeron dentro de un furgón blindado.
—¡No
lleven a nuestro hijo! ¡Cumplirá con la tradición, se lo prometo!
—gritaba la madre desesperada. Braceando al aire trataba de
deshacerse de su marido, quien le impedía agarrar a los oficiales—.
¡Tengo el pinchador aquí! ¡Si nos lo deja unos minutos, nosotros
lo convenceremos!
El
hijo, ya esposado y sentado dentro del furgón, dejaba caer una
lágrima por su mejilla izquierda.
—Jamás
me convencerás, mamá —musitó—. Jamás.
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